Daniel Ferreira, el viaje al interior de una gota de sangre


Varios aspectos sorprenden, agradan, asombran, sirven de disculpa a los pequeños errores salpicados aquí y allá en la novela  Viaje al interior de una gota de sangre del colombiano Daniel Ferreira. Estos aspectos son de tan disímil calaña o circunstancia que es necesario tratarlos en apartados y en orden a la categoría.

Primero que todo debo decir que se trata de una novela estructurada con tan aceitada precisión, que fluye armoniosamente (amorosamente) aunque cada capítulo se ocupe fundamentalmente de un personaje o una circunstancia diferentes, que, a medida que va avanzando la trama, se van integrando con deleite de joya de orfebre maestro. Todo fluye (confluye) hacia un centro: la masacre que es perpetrada en un pueblo aislado de Colombia.

Los personajes centrales son memorables, densamente humanos, bella, conmovedora, feroz o repulsivmente humanos: las candidatas a reinas de belleza, el cerdo narcotraficante que abusa de todos, el sacerdote revolucionario, todos son personajes dignos de afecto, desprecio  o conmiseración, pero particularmente el niño, un niño que es testigo de matanzas feroces, degüellos, violaciones: a los que asiste con una frialdad, con una impavidez, a la que sólo puede llegar quien ya se haya acostumbrado a semejantes desafueros.

Hay una especie de perspectiva cinematográfica gracias a la cual asistimos a hechos (en general atroces y en ocasiones delicadamente celebratorios de la vida y la belleza del mundo) pero sin la mediación de un narrador o testigo que juzgue: las cosas son como son: no hay más destino que el destino: se asume, se sufre, a veces se disfruta, pero no se juzga. Ni el autor ni el narrador toman partido alguno. No se menciona la palabra Colombia, pero se sabe, se presupone: lo que nos lleva a enmarcar esta historia de terror metafísico en un territorio reconocible: la Colombia asolada por violencias intermitentes, interminables, despiadadas, inexplicables.

Irigna Delfina, la adolescente que se sacrifica en el altar de matarife del narco Urbano Frías, es un personaje de gran belleza, que contrasta con la inhumana sordidez del narco: una especie de Heliogábalo, que se alimenta de la virginidad de las doncellas del rumbo y que va construyendo su imperio con enormes extensiones de tierra mal habida, con un lago y una isla  de sacrificios de doncellas, incluidos en su reino de pacotilla.

Principia la novela: tras una presentación netamente paisajista que hace pensar que estamos ante una obra serena, pausada, bucólica  (“La carretera es plana, amarilla, polvorienta, paralela al río, y el sol se pone en la distancia”) vemos avanzar a dos vehículos erizados de fusiles hacia el pueblo que, en medio de la feria, la fiesta, el licor, el jolgorio, está a punto de elegir reina de belleza.

 “Búsquenlos y mátenlos a todos, erre; la orden es buscarlos y matarlos, cambio”, se escucha en la radio.

Así se inicia la novela. A partir de entonces el tiempo avanza, retrocede, el narrador recapitula: vemos al pueblo a través de los ojos de las candidatas a reina, de las madres de ellas, del cura pro-guerrillero, del niño que observa a la mujeres bañarse en el río, el narco.

Esta novela ganó el Premio Latinoamericano de Novela Alba Narrativa 2011 en Cuba. Otra novela suya,  La balada de los bandoleros baladíes,  obtuvo el Premio Latinoamericano  de Primera Novela Sergio Galindo en México. Las dos pertenecen a lo que Ferreira ha anunciado como  Pentalogía Colombia.  El éxito de las dos primeras, y el anuncio de las que vienen hablan elocuentemente de la ambición de este nuevo novelista colombiano del que (abusando del lugar común) podemos esperar grandes cosas.

Marco Tulio Aguilera, escritor colombiano afincado en México.