Daniel Ferreira, por Fernando Araújo Vélez

Nataly Londoño

El Espectador, 16 de agosto 2015
Por Fernando Araújo Vélez
Él habla de una barbarie legal con nombre de estado de sitio instaurada en la Colombia de los 60 y 70, y escribe en Rebelión de los oficios inútiles que “La anciana avanza en medio de dos soldados que la escoltan a la puerta del edificio, en silencio, con su paso entrecortado por la erisipela”. Él habla de un hombre que lee su periódico en un magnetófono y se marcha a la guerrilla pues ya no hay opciones para cambiar nada por otras vías, y escribe “era de nuevo el comandante central de la guerrilla, me presentaban condolencias a nombre del movimiento por el atentado a las instalaciones del periódico donde lamentablemente había perecido mi hermana Luisa y al mismo tiempo advertían que un plan macabro estaba a punto de perpetrarse contra todos los miembros del Sindicato de Oficios Varios, se me ofrecía ayuda económica y protección y se me reiteraba la invitación para asistir al campamento central de los alzados en armas…”. Él habla de un libro, su libro, en el que tardó más de cinco años, y escribe: “soy periodista, mi oficio es escribir todo lo que vea y como lo vea, todo lo que investigue como lo indiquen las fuentes, y usted no va a cambiar el pasado simplemente porque no le gusta o no le conviene…”.

Él habla de un tiempo que no vivió y escribe sobre ese tiempo y parece un personaje de ese tiempo, con su pelo largo en desorden, sus jeans desteñidos y una camisa de colores ceñida a su flacura. Recuerda que en su pueblo, San Vicente de Chucurí, sólo había una biblioteca y que él se la pasaba allí leyendo y releyendo casi los mismos libros todas las tardes a la salida de la escuela. “Leí a Vargas Llosa, que me encantaba por La tía Julia y el escribidor, y los del boom y a Cabrera Infante, y unas colecciones de libros de Orwell y Camus y otros de Oveja Negra”. Algunos, confesaría, se los llevaba y no los devolvía, como Viaje al fin de la noche, de Céline, y Las palabras, de Sartre. Los otros los leía en la biblioteca, como escondido del mundo y de la vida. En las noches escribía, también escondido. Escribía cuentos y poemas de amores juveniles y un diario que jamás ha abandonado. Él habla y mueve las manos y mira hacia la nada y toma pequeños sorbos de un café al que luego, en su diario, calificará como de escarabajo: “El café que ofrecen en El Espectador sabe a café mexicano, un poco a caldero y otro poco a escarabajo, por lo que hay que ponerle azúcar, pero no le puse”.

Habla y observa, pues, en últimas, escribir es observar, y luego escribe: “Esta historia comienza con el maestro albañil Serafín Meneses Tovar, quien hacia las ocho y treinta de la mañana del primer día del mes de abril de 1970, cuando se encuentra en el parque principal del pueblo junto a su esposa y cuñado, es requerido para una requisa por un grupo de militares…”, y ese es el comienzo de su novela Rebelión de los oficios inútiles, “que en un principio no era el comienzo, ese fue un capítulo que incluí después”. A lo largo de sus páginas se alternan tres personajes, una sindicalista, un soñador aristócrata y un periodista que cuenta lo que ocurrió con ellos y con un proyecto fracasado, y que es otro protagonista, porque a él lo persiguen y a él le ponen una bomba en la casa y matan a su hermana. Sus palabras son un peligro porque lo escrito es tomado como verdad y queda como memoria. Él, Daniel Ferreira, es en parte ese periodista, que también es Jaime Ramírez, y es quien escribe y edita y distribuye su periódico en la ficción, La Gallina Política, que en la realidad fue El Trópico. Él, Daniel Ferreira, es el que escribe Nacimiento y caída de la prensa roja, y quien plasma en una extensa crónica algunos de los sucesos sepultados y olvidados del periodismo en Colombia.

“Tuve acceso a un archivo completo de El Trópico en la hemeroteca de la Universidad Industrial de Santander, en 2004. El cuidador de la colección comentó, cuando solicité el cartapacio: ‘el periódico rojo de San Vicente’. De ese comentario, y de Brecht, tal vez haya salido el título del reportaje. El periódico era una colección donada por Reinaldo Ardila, Ito, un periodista aficionado que corrió idéntica suerte que Jaime Ramírez pero en los años ochenta. Estaba encuadernado en un fólder rojo, deshojándose en una gaveta. En 2008 decidí volver con una cámara a fotografiar artículos completos de sus páginas internas. Hace un mes regresé a sobrefotografiar las portadas y el material gráfico para ilustrar el reportaje, y me enteré de que la hemeroteca ya no existía (al menos no como dependencia de la misma biblioteca). Busqué al coordinador y dijo que ahora se llamaba ‘archivo de historia’ y podría consultar todo su material en el edificio de carreras a distancia, en la misma universidad. Encontré el edificio y el nuevo sótano y al mismo guardián del archivo, más calvo, más lánguido, más viejo, gastado, como yo, por los ácaros. Cuando le pregunté por El Trópico tuvo un repente y preguntó si era estudiante, investigador o activista. Le dije que activista pero que no sabía de qué, y le recordé otros años en que me confundía a mí y a mis compinches con una célula urbana, o con los guardias rojos. Se rió, me dio una palmadita en la espalda y me pasó el mismo cartapacio con una excusa atroz: ‘es que todo el que lo consulta acaba mal; muerto o desaparecido, mi niño’. Toqué madera y desenfundé la cámara”.

Habla de literatura, de la vida, de internet, y hay que imaginárselo contando en diversas entrevistas que su primera novela, La balada de los pistoleros baladíes, relata la historia “de una madre que debe cuidar a un hijo subnormal durante toda su vida. Cuando sabe que ella va a morir antes que el hijo, cuando comprende que su muerte significa que lo va a dejar en el desamparo más absoluto, entonces la anciana decide poner el destino de esa vida en sus propias manos”, y que la segunda, Viaje al interior de una gota de sangre, es sobre un “muro de la infamia pintado en una iglesia por un artista de pueblo. El muro es una denuncia pública de las matanzas que vive la región. Cuando los encapuchados lleguen a masacrar a la población, la historia dibujada se convertirá en la historia del libro. Es un gran fresco del que se extraen a primeros planos las vidas hipotéticas de quienes van a morir en una masacre”.

Ahora habla algún viejo compañero suyo de la universidad, de los tiempos en los que estudiaba lingüística, y recuerda que Ferreira parecía estar siempre inmerso en un mundo muy propio, que escribía y leía, que leía y escribía. Él, Ferreira, habla de Ricardo Piglia y lo cita para explicar su teoría sobre la importancia de escribir para leer mejor. De repente calla, como si volviera atrás, como si por su mente volvieran a aparecer las historias de sus libros, que son las historias de una violencia descarnada de una Colombia absurda en la que todo vale y la vida es lo que menos vale. Plazas sangrientas, ejecuciones al por mayor, masacres, gritos, dolor. Cualquiera es sospechoso y en esas sospechas ya no hay espacio ni tiempo para juicios o leyes. Los juicios son de unos hombres armados que deciden por su propia cuenta quién debe morir, y mueren todos, morimos todos. Como en la escuela, un supuesto comandante lee los nombres de los sospechosos, y los sospechosos dan un paso al frente y luego son ajusticiados por su justicia, que consiste en la delación de cualquiera que da unos nombres, a veces por odio, a veces por miedo, a veces por dinero, y esos nombres son los que aparecen en la lista del comandante. No hay investigaciones. No hay ley. No hay defensa.

Él escribe como con una metralla. Abre heridas y es incesante. Su ritmo es un ritmo de frenesí, porque así parece vivir. Y así habla y así piensa.