Viaje al interior de una gota de sangre, de Daniel Ferreira

Por Juan David Aguilar 

Edición cubana- Ed. Arte y literatura.

Tendría nueve años. Mis abuelos habían llegado del campo a un barrio periférico de calles amarillas y polvorientas en Bogotá. Las casas eran rectángulos de bloque que iban creciendo sobre la montaña como costras. Aún conservo el regusto del polvo levantado por los pocos carros que trepaban las calles. Al fondo, más allá del color terracota de las casas, se veían los filos borrosos de las montañas  por los gruesos nubarrones cenicientos. A una cuadra de la casa de mis abuelos estaba el lugar donde excavadoras dejaban sus vanos para luego ser inundados por el agua de las lluvias de abril, un agua dorada que resplandecía en las tardes de sol. Hacía frío. El viento helado golpeaba mi rostro como si perforara mis poros y los huesos se hacían axiomas bajo la piel. Mi mamá nos llevaba en vacaciones, a mi hermano y a mí, a dónde mis abuelos porque no tenía con quien dejarnos mientras ella iba a trabajar. Recuerdo que esa tarde hacía sol y el polvo de la calle se levantaba por el arrastre del balón que iba y venía en la cancha improvisada en la avenida: dos ladrillos y dos piedras calizas hacían las veces de arcos. Cuando de pronto, los vecinos jugaban contra nosotros y ya íbamos 3-0, perdiendo, como siempre, como siempre mi hermano se emputaba conmigo por no saber jugar, nos sobresaltamos por el ruido seco de tres estallidos —¿Fueron cuatro?¿cinco?—, luego uno más. Como las casas eran muy recientes era normal ver a los obreros manipular las mezcladoras de cemento, ollas gigantes calcinadas por el concreto que giraban despacio; baldes de pintura que subían y bajaban de las terrazas por sogas haladas por hombres con la piel gris por el polvo del hormigón. En la esquina, junto a la casa de mis abuelos, levantaban el tercer piso de aquel rectángulo de bloques de ladrillo, cada piso dividido por las planchas de cemento, las ventanas, de a dos por piso, eran otros rectángulos y en la terraza las bardas de ladrillos contrastaba con los colores de las paredes que por lo general eran demasiado vistosos: verde limón, naranja, café claro. Las ventanas con sus rejas en forma de rombos de color blanco con cruces de metal en los puntos donde se cruzaban las varillas. Los obreros trabajaban en el tercer piso de aquella casa, la casa de la señora María, con sus gorras militares o de ciclista, con sus botas de caucho, descamisados. Cuando escuchamos los estallidos alcancé a ver a un joven de chaqueta de cuerina correr montaña arriba por la calle del fondo, la misma calle que bajaba a los lagos dorados. Los obreros bajaron empuñando palas, barretos y llaves de tubo, los seguimos como si fueran ellos nuestros protectores.

Allí estaba el joven en el suelo en medio de vecinos que lo rodeaban como en una placita improvisada. El joven miraba algo, no sé, algo que estaba más allá de cualquier cosa, sus ojos desorbitados, sacudiéndose con un círculo rojo en el cuello y dos brotes de sangre de su pecho. Yo esperaba, quizás como esperaría cualquier niño que ha visto la televisión, que alguien gritara, que llamaran a la policía, a una ambulancia, pero, todo lo contrario, todos miraban y murmuraban entre ellos. Sabían que no había ambulancias, ni policías, sabían que esta era la vida real, lo cotidiano, de lo que huían —aún no sabía que todos ellos habían sido desplazados, aún no sabía la violencia que atravesaba a mi familia— y de lo cual no podían escapar. Creí, a mis nueve años, que ese joven quería decir algo, que veía algo incompresible y que a razón del chorro de sangre que se había convertido en charco y que corría en un hilo por la avenida mezclándose con el polvo, sangre que se pegaba a sus manos, a su cabello como migajas de pan, se extinguía el lenguaje por el cual podía expresar lo que estaba viendo, como si no estuviéramos frente a él, algo que en sus ojos contradecía la esencia imprescindible de todo lenguaje.



Una masacre.



La palabra masacre suena a máscara o eso pensaba cuando pequeño.



Ella estaba desnuda en la cama. En esa época fumaba y yo estaba sentado en la silla del escritorio leyendo Viaje al interior de una gota de sangre mientras ella miraba su celular que en la oscuridad le iluminaba parte de su seno izquierdo y la cara.



—¿Has visto morir a alguien? —le pregunté sin girar del todo la silla de escritorio.

Me miró por encima del celular, pensando, lo descubrí en su ojos, en qué era lo que yo estaba leyendo.

—No.



¿Cuántos niños presencian la muerte de alguien? Hasta ese día me había parecido normal mi experiencia. Descubrí que no era tan normal como lo había pensado. ¿Cuáles son las consecuencias de presenciar ese evento del lenguaje?



…los niños que ven morir a alguien, una muerte violenta, se supone, son más propensos a…(alguna vez vi un post de este tipo en facebook)



Seguí leyendo y fumando. El libro Viaje al interior de una gota de sangre inicia un día de fiestas en un pueblo cualquiera de Colombia, huele a fritanga, a frituras, se ven los árboles y el río abajo del pueblo, puedo oler y ver el pueblo, no solo porque desde pequeño he estado en esos lugares sino porque el autor se toma el trabajo de describirlo, de darle lugar a cada detalle que configura el pueblo, pienso en Dogville, la famosa película de Lars Von Trier, no se necesita de paredes para crear un espacio, el espacio lo configuran las acciones y sus personajes que, al final, terminan siendo acciones. ¿Quiénes matan saben con certeza quiénes son sus víctimas? Tal vez, pero las víctimas no saben quienes son sus verdugos, ¿por qué desde siempre los verdugos protegen sus rostros?, porque la muerte no puede poseer el patetismo de un rostro, debe ser cualquiera, debe ser una acción, porque para que se configure un espacio debe haber acciones, no apariencias.

Luego, el autor, como en un carnaval, pasa a contar las historias de aquellas víctimas. Esos muertos también deseaban algo. Una novela debe tener un personaje principal y desarrollarlo a través de la novela en este caso la novela solo tiene una protagonista: la muerte, que a la edad de …. años, todavía sigue creyendo en un pasado (resumen para una clase de universidad, segundo semestre) que no ha podido olvidar, la lucha interna de nuestro personaje para desentrañar las peripecias más intimas en las que cualquier sujeto pueda caer.



(Pregunta para una posible entrevista imaginaria con el señor Ferreira

—¿Le gustan los pimentones?

El señor Ferreira mira la cámara con sus ojos pequeños, entre cerrados.

—No, no me gustan, y acordamos no hablar de mi vida privada)



—¿Has visto morir a alguien?

Ella desde su desnudez me pregunta, pero los dos nos enredamos porque no sabemos si hablamos de un «ver» en la ficción o un «ver» en verdad… como si tal distinción existiera.



—Mi familia fue desplazada por la violencia.



Le cuento la historia de mi familia. Del barrio con nombre de hija de presidente que murió por las balas del Estado.



—Tal vez un niño que ve la muerte pierde cierta capacidad de asombro, como cuando ve, antes de la función, al esconderse y a través de la puerta a medio cerrar,  el lugar donde el mago esconde los conejos.



Su cuerpo ahora aparece en la habitación por la luz de la lámpara que cae sobre ella al levantarme de la silla. Escucho una canción que suena en la casa de enfrente, hoy hay fiesta para ellos. Gritan la canción Señora de Otto Serge.



Leo y fumo junto a la ventana.



Cada muerto tiene su historia, no es lo mismo narrar cómo alguien llega a su muerte, a narrar el después de su muerte ¿qué hay después de la muerte? La memoria de los otros. Porque eso es lo que pasa en esta historia, los personajes ya están muertos cuando empezamos a conocer su historia. Primero fue la masacre como en toda creación. Cierta crónica se evidencia en la prosa que sutilmente se adentra en el análisis de las vidas desde pensamientos que no proceden de los personajes pero que todos sabemos pueden haber sido los suyos o no son los suyos pero hacen que esto sea real, o ni siquiera son reales pero hacen que la prosa sea literatura.

Esto es real porque lo real no es lo que está ocurriendo afuera, lo real es la memoria y no hay memoria sin ficción. Por eso el interés de todo Estado en ella.

Su prosa busca palabras de Santander, su prosa busca palabras, adjetivos, raros, que producen ese efecto de cine olvidado (¿Un cine italiano de los setenta?).

Este pueblo es sangre, este espacio hiede a sangre, sangre que unifica, purifica, todos matan, todos disparan. El deseo de cada uno esconde su propia reconciliación con la muerte.

—Vi como moría —le digo a ella— ese fue mi primer muerto, digo, al primer muerto que vi. Todos tenemos un muerto, un primer muerto de la retina.



La técnica con que se narra el evento es precisa. Logra lo que todo escritor busca: ser verosímil, y es preciso subrayar la poesía que hay en ella, —¿poesía en la medida que hace aparecer la cosa en sí?— «las de los senos más torneados, las de las cinturas menos mórbidas, los muslos más curvos y el pubis apenas sombreado por un vello tierno de alas de mariposa», «Debía ser muy delgada, o era que el vestido de aplicaciones le quedaba demasiado grande para la medida, las medias de florones bordados habían perdido elasticidad y se recogían en sus tobillos sobresalientes por el borde de unos zapatones de charol embarrados, y al beber se le inflamaban los entresijos huesudos de las clavículas como un esqueleto forrado con piel». Este es el arte de esperar la palabra violenta, cada oración posee ritmo, es acorde a su enunciación, a su personaje y revela cada cosa que presenta, violenta porque abre el espacio y disloca lo que se hacía apariencia.

En la fiesta han apagado la música. Varias mujeres gritan en la calle y se escucha el estruendo de una botella contra el asfalto.

Cierro el libro y no sé porque veo de nuevo la mirada del joven que murió en la calle del barrio de mi abuela. En este país no sabemos enterrar los muertos y siento el sabor del polvo de aquellas calles.

Colombia es un país de muertos, de muertos que después de muertos empiezan a construir su historia, una historia que, en todo caso, no es la que fue, sino la que otros quisieron que sea, en todo caso, así es el deseo.