Viaje al interior de una gota de sangre, crítica de Alejandro Carpio



Tres novelas colombianas recientes

Por Alejandro Carpio*

"Entre el 2010 y 2011 hubo tres premios literarios importantes que ganaron sendas novelas colombianas que tratan el tema de la violencia. En 2010, Antonio Ungar gana el Premio Herralde con Tres ataúdes blancos; en 2011, el Premio Alfaguara se lo llevó Juan Gabriel Vásquez con El ruido de las cosas al caer; finalmente, el Premio Alba Narrativa le fue otorgado a Daniel Ferreira por su novela Viaje al interior de una gota de sangre ese mismo año. Estos tres premios demuestran una serie de correspondencias. En lo que respecta a esta ponencia, subrayo la necesidad de los narradores colombianos de abordar las condiciones que marcan su realidad política; en el caso de los lectores, el interés que la violencia colombiana suscita. El texto fue presentado en la Feria del libro de Santo Domingo, República Dominicana, 2012. Puede leerse íntegro en: 


     Aquí el aparte dedicado a Viaje al interior de una gota de sangre, Editorial Arte y literatura, La Habana 2012

     Viaje al interior de una gota de sangre abre con un certamen de belleza en el cual las participantes se "prostituyen", en cierto sentido, para ganar los mejores donantes de fondos. Nos enteraremos después de que los campesinos se han organizado políticamente, azuzados por el padre Bernardo (apodado "cura comunista" por sus rivales), pero en los primeros capítulos de la novela el narrador nos presenta vida y encolerizada muerte de sus personajes con un buen grado de desapego. No escuchamos una voz que enjuicie la tragedia; al parecer, la crudeza de la masacre ha dejado boquiabierto al narrador, quien se sirve de imágenes aparentemente inocentes, pero cargadas de múltiples significados para contar su historia. Doy como ejemplo tanto las escenas crepusculares (e.g., "el sol hunde en el vientre de la llanura su antorcha sangrienta", 26) que corresponde a la caída de estas víctimas de la violencia, como el catálogo de platos de comida que ensombrecen la tranquilidad de un pequeño pueblo colombiano y anuncian el desastre irrevocable: "Hay capones de cerdo rellenos con verdura y morcillas henchidas de arroz sangroso, arrobas de yuca cruda y papa bañada con rehogaos de tomate y cebolla donde sobrevuela una nube espesa de moscas con alas de encaje y moscardones de ribetes metálicos. Las rodajas de carne de cabro pasada por miga de pan forman un cerro en un platón de aluminio. Con la sangre y las menudencias del carnero se han preparado tres poncheras más de pepitoria rendida en arroz y huevos duros, sazonado todo con cabezas de ajo, tomillo, pimienta negra, flores de romero y briznas de laurel que se promocionan con un cartel en moldes rojos" (9). El pan nuestro de cada día viene ensangrentado; la dieta diaria de la Colombia que retrata Ferreira incluye buenas dosis de sangre. Unas páginas más tarde, leemos: "Matilde Sopetrán, sorda como un totumo desde un parto complicado del cual el feto nació muerto, no advierte la cantinela de balas y sigue pulverizando adobo en el mesón de comidas sin saber que el charco de sangre que escurre por la acera no es de ternera sino del cuerpo de su compañera Cristina Dulcey, ahora muerta sobre morcillas sangrosas" (19-20). Este fragmento ilustra el estilo compacto y metafórico de Ferreira. Una mujer sorda que parió un hijo muerto recibe un balazo mientras prepara la comida.

     A pesar de su brevedad, el texto de Ferreira está poblado de un buen número de personajes, ante cuya vida y muerte asistimos. Si en el primer capítulo presagian la muerte de la mayoría, en el segundo connotan el fin de la niñez y el despertar sexual. El joven voyeur que se enamora de la bañista Delfina descubre el sabor del cuerpo de su amada: cebolla y aceite de almendras. Más tarde, luego de sobrevivir la tragedia, puede reconocer el sabor de hierro oxidado mezclado con el del el cuerpo exánime de la muerta (34). Mediante una alusión sensorial, la voz narrativa nos comunica la contaminación a la que el despertar sexual del niño se ha sometido. [6] Olor y sabor del sujeto deseado desde la inocencia infantil (inocente por lo pacífico, no por la ausencia de angustia erótica) son profanados por el hierro, metonimia de muerte aquí.
     El nombre de la muchacha, Irigna Delfina, apunta tanto al fuego como al agua: al contacto entre el sol y el mar y, por lo tanto, al crepúsculo, motivo perseverante del texto. Al morir, Irigna sabe a hierro: el hierro candente, se sobreentiende dentro del marco de este juego conceptual,  marca con carimbo al joven enamorado. En la novela de Ferreira las víctimas de la violencia tienen nombre propio, historia y antecedentes; son los verdugos quienes ocultan su identidad bajo la capucha, el anonimato y la infamia. De esta forma, al narrador le concierne menos el tiroteo atroz de las primeras páginas que las pasiones, miedos y hasta el sabor de la piel de las víctimas. Y también sus venganzas y clemencias. Irigna Delfina se topará de frente, fusil en mano, con Urbano Frías, quien la poseyó abusando de su superioridad económica (Urbano), y cuyo nombre alude al despego o crudeza (Frías; quizás también a la impotencia) de la ciudad, que ve al campo desmoronarse sin hacer nada, pero también de los ricos, no más civilizados que el resto. Irigna Delfina, encapuchada y convertida en verdugo de sus conciudadanos, verá a Urbano huir de ella. No se trata del único episodio de rencilla personal confundida con violencia ideológica. La guerra fratricida de Colombia se nutre de las minúsculas discordias entre los vecinos y las hace girar vertiginosamente hasta que cobran la proporción de la catástrofe.

     Para finales de los setenta, la guerrilla colombiana les había  robado (o “recobrado para el pueblo”, según dicte la terminología ideológica) dinero, propiedades y ganado tanto a los grandes terratenientes como a la nueva clase narcotraficante, que recién empezaba a agigantarse. Cuando una guerrilla marxista, el M-19, raptó a la hermana de un amigo de Pablo Escobar, la gota horadó la piedra. [7] Los blancos de la guerrilla (entre ellos, una compañía petrolífera estadounidense [8] )  se organizaron y crearon quizás el primer grupo paramilitar importante, el MAS, o Muerte a Secuestradores. Aunque inicialmente se supone que atacaran blancos guerrilleros, el MAS (y su continuador, las AUC, formadas luego de la caída del Cartel de Medellín) empezó a torturar y asesinar a todo aquel que consideraran colaborador de la guerrilla marxista, como sindicalistas, trabajadores sociales, misioneros, líderes comunitarios y periodistas.
     En la novela de Ferreira, es el MAS quien fustiga a todo un pueblo por haberle hecho caso al padre Bernardo, un “cura comunista” que tiene todos los visos de ser un teólogo de la liberación. "Después de la matanza de campesinos durante el pacto xxx que terminó en tragedia" (116), el cura contrata a un ebanista de nombre Enoc para que pinte un fresco en el mural de la iglesia "con escenas de tortura y martirio sobrepuestas en un mosaico desconcertante al estilo de Goya". El sacerdote es consciente de que el cuadro puede acarrearles la muerte a ambos y así se lo indica a Enoc. Le recuerda además que en la Antigüedad se asesinaba a los mensajeros que relataban una tragedia y que ellos son mensajeros de tragedias.
     La escena en que se describe la pintura se presenta precisamente como una reflexión en torno a la vocación del artista de la violencia (Enoc lo es, pero también el joven autor Ferreira). Para el padre Bernardo, está claro que la pintura "aparte de ser una obra de arte, no significaba nada; o que significaba todo según los ojos de quien la tuviese al frente" (116). Cuando, al final de la novela, Enoc y Bernardo salen de la iglesia para enfrentar la muerte a manos del MAS, parecerían convertirse en personajes del cuadro. En este punto, el texto se torna ambiguo y no podemos precisar si estamos frente a una retrospección o a un milagro secreto, en el cual el pintor entra en su propia obra y se convierte en parte de ella (aunque ambos personajes son, obviamente, parte de una obra de arte mayor: la novela que tenemos en nuestras manos).
     Leemos: "Pasaba noches en vela en la contemplación de aquella fracción del mural, asombrado ante la inexplicable ocurrencia de hallarse a sí mismo dibujado de pronto entre el espectáculo de su propio fin" (117).  El fusilamiento del artista no es la única alusión a un cuento borgesiano; haber pintado el fresco equivale a la inútil superstición de Jaromir Hladík, quien –cito al maestro argentino– "con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos".
     El nombre de Enoc, como podemos recordar fácilmente, alude al hijo primogénito de Caín, y sirve así como recuerdo del fratricidio bíblico, replicado en la Colombia de Ferreira; pero también había otro Enoc, quien anduvo de la mano de Dios y no murió. ¿Se apunta, de esta forma, a la idea de que el arte puede trascender la muerte y la violencia, aunque habitemos un valle en el cual los hermanos se matan unos a otros?

     La novela maneja la estructura narrativa de manera distinta de La balada de los bandoleros baladíes, aunque con destreza equiparable. Ya no estamos ante un rompecabezas que cobra sentido al final, sino que presenciamos retrospecciones que permiten, no ya entender la trama, sino inclinarnos hacia los personajes. Además, por supuesto, conjeturamos las causas de la masacre, que implican a un sacerdote "comunista" y a la escuadra paramilitar que pacifica el pueblo a base de ráfagas de metralleta y tiros de gracia.
     La explicación política (guerrilla versus autodefensa; ambos versus el campesinado; narcos y gobierno triunfantes) da pie a otras minúsculas causas de violencia: rencillas internas ante cuyas historias asistimos. Las minúsculas reyertas entre los habitantes del pueblo propendían hacia la hostilidad y el resentimiento; la verdadera violencia, sin embargo, baldea la posibilidad de odio o redención.
     Puede que al final se perfile el paraíso perdido de ensueño, el espacio campestre arcádico que no equivale a otra cosa que a una existencia sosegada: a un pasado que debió ser o a un futuro no vislumbrable aún.

*Alejandro Carpio. Escritor y crítico literario. Doctor en Literaturas Hispánicas (Universidad de Puerto Rico). Autor de El Papel de lija (2012).