Rebelión de los oficios inútiles, por Tomás Aurelio Muñoz

Tomás Aurelio Muñoz  (Universidad Javeriana. Miembro del colectivo El Alacrán. Presentación Fiesta El Alacrán, Bucaramanga).

Esta novela de Daniel Ferreira es una obra de arte que se introduce en toda una tradición de la gran novela colombiana, la novela de la violencia. Pero, más que introducirse o sumarse, entra en diálogo con ella. Al leerla uno reconoce la realidad de nuestro país a través de ciertos rasgos, como el toque de queda y el Estado de Sitio de La mala hora o el anonimato de ciertos organismos como La Sociedad de Hierro, muy parecida a la de los ejércitos de la novela de Evelio Rosero. Pero, al dialogar con la tradición de la novela de la violencia colombiana, no la deja intacta, por ejemplo, de las novelas que conozco, ninguna tiene tan marcada la lucha de clases como causa de la violencia. Por lo general ésta está enmascarada por luchas individuales o se ve relegada como causa.

Una reseña sobre esta novela resulta difícil y quizá se trate de una tentativa de reseña, pues no es fácil saber por dónde comenzar. Vale hacerse la pregunta ¿cuándo comienza el tiempo de la historia, es decir, cuándo empieza lo que se está narrando? Las primeras palabras del libro son: “Esta historia comienza con el albañil Serafín Meneses Tovar, quien hacia las ocho y treinta de la mañana…” y continúa con comienzos de esta historia, en los que se hace una especie de antología de víctimas de un momento específico, los setentas, pero el lector reconoce estos casos específicos como una constante de nuestra historia.

Esta manera de desaparecer, de asesinar, de torturar, de que el ejército tome por la fuerza a los civiles, es un rasgo que parece pertenecer no sólo a esta década específica, sino a gran parte del siglo pasado y lo que llevamos de éste. La novela está cargada de ecos que no menciona, previas o posteriores, como Trujillo, El Salado, El Aro, San José de Apartadó, el Bogotazo, la toma o, mejor, la retoma del Palacio de Justicia y un largo etcétera. El libro indica que esta historia comienza muchas veces, en muchos momentos y con muchos acontecimientos, así como la historia de Colombia. Detenerse a precisar el momento exacto en el que comienza nuestra tragedia es una tarea tan abrumadora como nuestra historia misma. Desde la técnica, este capítulo está muy bien logrado y no podría ser escrito de otra manera por esto mismo; la ausencia de puntos, incluido el punto final del capítulo, genera un vértigo y señala que esta historia, como la historia colombiana, no termina o no ha terminado. Esta técnica se repite en varios capítulos.

Esta historia que cuenta la novela es la de las víctimas y los victimarios. Pero no desde un punto de vista maniqueo, no se limita a apuntar responsables y víctimas, se adentra en las vidas, en los pasados y en las preocupaciones de los actores de la violencia; así, cuenta la historia de Ana Larrota, su infancia, sus matrimonio, la vida de su marido y su hijo muerto por una bala perdida, la de su hermano, la de ella misma luchando por los derechos de los “destechados” en el Sindicato de Oficios Varios, su juicio marcial y su muerte cuando pelea a cuchillo limpio con su asesina en prisión, como un duelo de gauchos. Igual sucede con la vida de Joaquín, director de prensa independiente y crítica, que sufre la pérdida de un ser amado por asumir su trabajo de manera ética, quien nunca conoció como tal el amor de una mujer y problematiza la incidencia de su labor de intelectual en el mundo real. Este proceder narrativo les da un rostro como víctima.

Pero no se queda ahí. También nos muestra brevemente la historia del capitán Penagos, quien sufre un conflicto con la invasión que debe erradicar de la propiedad del señor Alemán, porque reconoce en un niño de la “invasión” a su propio hijo. Está, por ejemplo, la historia un poco difusa de Martina, la asesina de Ana Larrota, y se destaca sobremanera la historia de Simón Alemán, un terrateniente feudal colombiano con ideología burguesa, cuya familia, cargada con el peso de la idea de la nobleza, expropia una tierra enorme como botín de la Guerra de los Mil Días. Su historia es una de amor, de viajes y de ilusiones a partir de la propiedad privada. Y por esto quizá se puede decir que, en el fondo, brille el ideal como tal marxista de expropiar al expropiado, ideal viciado por el caso venezolano.

La novela, así, pasa de lo privado a lo público y viceversa, demostrando que la historia de nuestra violencia nos afecta a todos en todas nuestras esferas. Sin embargo es digno de mención que, aunque esta relación exista en todos los personajes, sólo uno no logra dimensionarla, Simón Alemán, pues para su ideología burguesa resulta imposible concebir una colectividad más allá de la tragedia personal y todo se puede explicar para él desde su amor fallido con la italiana Laura Litri. Quizá por esto es que se aventura en la excursión final de la novela a incendiar el campamento de los destechados, pues para él el otro no es más que una cualidad de su tragedia personal, no un rostro de una colectividad en desgracia.

El único sector que no queda como tal al descubierto, con una historia que le dé humanidad de victimario, es La Sociedad de Hierro. Pero parece que no la necesita, queda muy al descubierto con su consigna (que coincide con la de los sectores más conservadores de nuestra historia, incluidos un partido y un ejército paramilitar): tradición, familia y propiedad privada es un leitmotive colombiano, la excusa más estúpida y válida para matarnos los unos a los otros. La Sociedad de Hierro no necesita un rostro, el lector crítico ya sabe quiénes están detrás de esta máscara.

Aunque el panorama parezca aterrador, que lo es, aunque este país se construya “Piedra en la piedra, y en la base, harapos”, como decía Neruda, la novela cumple la tarea del gran arte: rescata la dignidad de los hombres que padecen la historia. Esta dignidad está presente en las luchas, en el aguante, en los ideales, en la búsqueda de lo justo, en la determinación de vivir y de morir, en el coraje de la verdad que se sobreponen a las amenazas contra la libertad de prensa, a los juicios marciales, a la peligrosa masa que ignora su historia, a los interrogatorios, a la tortura y al olvido.

Perfil de Daniel Ferreira en Soho

El santandereano Daniel Ferreira es una de las promesas de la literatura colombiana. Pocos saben que su infancia marcó para siempre su universo narrativo, que no le gustan las series norteamericanas, que el desamor es el único capaz de paralizarlo y que vive tapando las goteras que lo distraen del oficio.

Diana Ariza, Soho@AspasiaSegunda

Al batallón contraguerilla que llegó al municipio de San Vicente de Chucurí, a cargo del coronel Rogelio Correa Campo, se infiltró un guerrillero del ELN que el 29 de mayo de 1988, a eso de las 2:40 de la tarde, le pegó tres balazos al coronel que acababa de dar su última orden: frenar la marcha campesina que se movilizaba en el llamado Paro del Nororiente. Correa cayó muerto junto al capitán Alfonso Morales, el cabo Pedro Beltrán y el soldado José Suárez.
El ejército, como retaliación al infiltrado guerrillero, abrió fuego contra la población durante tres minutos; un carnaval de pólvora y sangre sin blanco fijo que dejó 14 heridos y 12 muertos.
Los cuerpos que no se llevó el río crecido La Llana Caliente fueron velados colectivamente en el anfiteatro del municipio. A Daniel Ferreira le quedó el recuerdo intacto del olor a carne quemada que inundaba el lugar y despedía el cuerpo perforado del guerrillero infiltrado, rematado a tiros por el ejército. “Ahí quedó marcada la vida para mí…Todo lo que escribo está conectado con esos recuerdos que brotan de la infancia, inconscientemente, a la literatura”, me cuenta Daniel 27 años después, mientras se toma una aromática de frutas en la librería Luvina de Bogotá. Tenía 7 años cuando la matazón ocurrió. 

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Daniel Ferreira nació el 21 de julio de 1981 en ese municipio santandereano que olía a carne quemada, en una familia en la que, como él mismo dice, debió nacer para que lo dejaran ser libre, sin la presencia de su padre. A los 12 años, cuando sus hormonas empezaron abrir los ojos, inició un diario en el que anotaba todos los días lo que oía y sentía. “Había cierta fascinación de los que éramos más jóvenes por ver los muertos. Con los años volví a examinar esos diarios y ahí estaba: ‘hoy mataron a fulano de tal, yo lo vi y estaba en la esquina’, ‘hoy mataron a fulanita de tal, era amiga de mi mamá y la mataron porque era novia de un policía...”

Al tiempo que llenaba el diario de cotidianidad, Daniel tenía un pasatiempo poco convencional: ir a ver matar vacas al matadero municipal. “Cuando uno vive en el miedo se comporta como los animales. ¿Usted ha ido a un matadero…? Las vacas que van a matar se acorralan y observan atentas lo que pasa, pero no se van. Así nos comportábamos nosotros. Cuando mataban a alguien la gente asomaba la cabeza por la ventana, después pasaba el ejército y nadie decía nada.” Una realidad que con el paso del tiempo fue materia prima para que el escritor santandereano se hiciera preguntas sobre su identidad y lo que tenía que escribir. Su novela ‘Rebelión de los oficios inútiles’ es, quizá, la más atrapadora y bien escrita muestra de ello.

“… Yo estaba enamorado de una muchacha. Para graduarse, ella tenía que pintar una escuela que quedaba en uno de los lugares más pobres de San Vicente, en la cima de un cerro. Los pupitres eran ladrillos. Como amar es asfixiar lo que se ama, me iba hasta allá dizque a ayudarle. ¡Y no sabía pintar! Entonces, para no estropearle el mural, la dejaba pintando sola y me iba a las tiendas del barrio a jugar a las maras con otros niños y a curiosear.” Allí se topó, sin saberlo, con uno de sus personajes literarios: el latifundista Simón Alemán y el condominio sin terminar, invadido por un grupo de campesinos sin tierra. Y aunque no es exactamente el mismo personaje de su libro ‘Rebelión de los oficios inútiles’, la inspiración proviene de ese hombre que una vez quiso construir un lujoso complejo residencial que quedó convertido en un tugurio y murió alcoholizado. “Eso era ese barrio, el proyecto fallido de un latifundista que cuando se emborrachaba la gente decía que hablaba varios idiomas y tenía pacto con el diablo”, comenta Daniel mientras su decimonónica cabellera nos hace compañía.

“Siempre ubico a mis personajes en zona rural, que es lo que conozco. En el ágora que es la dinámica de la plaza de los pueblos. En el río donde me bañaba, a las montañas a las que iba…Todavía no he agotado esa época ni ese espacio para crear un universo narrativo.”

Por los días en el que su corazón subía y bajaba el cerro cargando los pinceles de la muchacha que le gustaba, llegó un grupo de teatro a San Vicente. Era 1995. Curioso, Daniel se inscribió a los talleres de dramaturgia y conoció la bohemia que se puede conocer en la provincia. “Éramos cinco amigos locos por la poesía, leíamos en voz alta, nos emborrachábamos y hacíamos adaptaciones de obras de Gustavo Andrade. Metíamos historias del pueblo en nuestras presentaciones para hablar sobre los temas sensibles de los que no se podía hablar. Por esa época conocí a Jorge Correa, que me doblaba la edad. Siempre me trató como alguien de su edad y fue para mí como un tipo de maestro. Es campesino, poeta y agricultor, siempre lo ha sido y fue el que me dijo que dejara de leer güevonadas de brujería… Vea, llévese este me decía: El tambor de hojalata de Günter Grass o las Palabras de Sartre... Él me mostró los mejores libros que había leído y yo se lo agradeceré siempre porque me cambió la vida.”

Gracias a una señora que montaba una feria de libros usados, Daniel pudo comprar libros de Albert Camus, Cabrera Infante, Raúl Gómez Jattin, William Faulkner y Antonio Machado. Sus primeros autores en hojas de segunda. La dramaturgia y la literatura, como amantes, lo embriagaron placenteramente durante la adolescencia, hasta que tuvo que dejar abandonada a una de ellas en la montaña. “Ya no hago teatro y creo que uno de los errores de mi vida fue no haber seguido la carrera teatral. La familia no me apoyó y bueno, no insistí. Aunque creo que me hubiera divertido mucho en una academia de artes. Pero me vine a Bogotá a estudiar Lingüística en la Universidad Nacional.”

Como a todo forastero, Bogotá le dio duro a Daniel Ferreira. El frío, la gente, la comida, la indiferencia, otra vez el frío, la escasez y estrechez del primer lugar en el que vivió, en el barrio La Soledad, lo hacían extrañar su casa. Todo era prestado. “Una trampa de Santander es la montaña. Crea como lazos para mantener a la gente ahí. No sé por qué se impone tanto el paisaje, pero con los años me di cuenta que era una trampa y que ya no podía volver, y que ya no iba a volver.”

Con el paso de los meses intentaba acomodarse a la dinámica de la capital. Los libros, como premonición o por solidaridad, le empezaron a dar de comer. Tenía 21 años. “Me la pasaba metido en la Nacional. Cuando no estaba en clase, trabajaba en la biblioteca de la universidad una hora diaria. Yo restauraba libros, una restauración básica que me enseñaron, a cambio me daban bonos de alimentación. Después salía y hacía fila para apartar por dos horas uno de esos computadores destartalos que todavía se usan en la universidad para bajar de internet letras de canciones. Luego me veía una película o leía… Neruda, Roberto Bolaño, Joaquín Pasos, James Joyce, Ángel Escobar, Reinaldo Arenas, César Vallejo, Agota Kristof…” Y se acomodó tanto a Bogotá que ya no se quiso ir… “Para mí es como vivir en París, tiene todo lo que me interesa. Es mi ciudad”, y ya no se quiere ir.

Desde los diarios en San Vicente de Chucurí Daniel Ferreira no ha parado de escribir e investigar juiciosamente sobre las historias de violencia no contadas del siglo XX en Colombia. “Yo quiero escribir lo que quedó en las grietas de hace 30, 40 y 50 años. De todo lo que nos avergüenza y no se quiere contar. No escribo sobre violencia, sino que sitúo argumentos dramáticos en escenarios y tiempos que se corresponden con las espirales de violencia.”

“Supongo que para algunos lectores poco familiarizados con la literatura me convertiré en una especie de escritor impresentable."

A los 18 años ganó su primer concurso de cuento y fue publicado en el periódico La Vanguardia de Santander. Su primera novela la escribió a máquina antes de viajar a Bogotá, con 19 años, pero no pasó de ser un ejercicio del oficio. Gastó dinero que no tenía enviando cuentos y novelas a concursos fuera del país mientras subía textos a ‘Una hoguera para que arda Goya’, blog que abrió en 2007 bajo el seudónimo de Stanislaus Bhor, que aún conserva en redes sociales. “Yo tenía un par de novelas guardadas que no podía publicar en Colombia, en ningún lado me las aceptaban, menos con Álvaro Uribe de presidente. Tuve fue suerte de que las leyeran afuera, donde me abrieron las puertas para la edición.”

En 2010 ganó su primer premio de novela, el Sergio Galindo de la universidad veracruzana de México, con ‘La balada de los bandoleros baladíes’ en el que alias Putamarre, un tipo de mercenario, tiene como misión exterminar todo un pueblo. En 2011 le dan el premio ALBA de narrativa, en Cuba, por ‘Viaje al interior de una gota de sangre’, que empieza con un reinado de belleza interrumpido por un grupo de encapuchados en una camioneta. Más adelante, en 2013, España premia su blog como el de mejor difusión de cultura en español y en 2014 gana el premio Clarín de novela, en Argentina, con ‘La Rebelión de los oficios inútiles’, su primer libro publicado en Colombia por Alfaguara, en 2015.

“A escribir se aprende leyendo y corrigiendo lo que se acaba de escribir. Ser escritor, además de enfrentar un lenguaje y dominarlo, es encontrar un universo personal sobre el cual narrar.”

Daniel Ferreira evita a toda costa las goteras que le quitan tiempo para escribir: la rumba, la televisión que no tiene en su casa, la compañía cuando escribe, las series norteamericanas que no le gustan y los videojuegos de rol que tuvo que borrar de su tableta porque se le estaban convirtiendo en vicio. ¡Tas! las tapa todas. Disciplinado. Tal vez la única filtración que permite, y que al mismo tiempo es capaz de paralizar su pluma y joderle el carácter, es el amor, el fin del amor, que lo ha llevado inclusive a encerrarse en algún pueblo de Colombia, lejos, a lamerse la herida para continuar escribiendo. “Cuando uno está enamorado no escribe y no le importa escribir. El amor es una pulsión que excluye otras. Lo único que me ha servido para superar el desamor es viajar.”

Después de un par de horas de charla la aromática de frutas de Daniel se convirtió en una cerveza negra. Yo pedí una rubia. La sonora matancera de fondo y las montañas de letras a nuestro alrededor me hicieron recordar la última vez que estuve en esta librería. Hablaba con el escritor Pedro Badrán sobre su novela ‘Un cadáver en la mesa es mala educación’, mientras una ráfaga de balas en otro lugar marcaba mi vida. Quise confesarle a Daniel que yo también conocía y recordaba el olor a carne quemada, pero mejor le pedí que me contara sobre su manía de subrayar libros, de los 1.450 que tiene sin leer en su tableta y de todo ese talento suyo que necesitamos leer por nuestro bien.


Rebelión de los oficios inútiles, por Mattías Meragelman

(Antes de adentrarse en esta reseña, los lectores deben saber que el libro del colombiano Daniel Ferreira es el mejor texto que leí en los últimos años. Hacía mucho tiempo que una novela no me impactaba tanto. Hecha esta advertencia, pueden leer).
“Rebelión de los oficios inútiles” es parte de una serie de cinco relatos que el colombiano Daniel Ferreira decidió escribir como parte de la descripción sobre su país y que en el caso de este libro en particular le valió el premio Clarín de novela del año 2014.
El texto narra la historia de Ana Larrota, una dirigente social que encabeza la lucha por la ocupación de unos terrenos abandonados y que pretenden se usen para construir viviendas para los sectores carenciados de la población. También cuenta la vida de Simón Alemán, el empresario dueño de esos predios y al mismo tiempo el protagonista de una historia de vida marcada por el desamor. Finalmente, aparece Joaquín Borja, el periodista que decide contar la historia de estos personajes y enfrentar desde el relato periodístico a la sociedad de la cual forma parte.
La primera virtud de esta historia es cómo está escrita. Ferreira logra una gran dinámica narrativa y la concreta a partir de una mezcla de estilos: aparece y desaparece la primera persona, surgen nosotros, ellos y ustedes, capítulos sin puntos aparte y con párrafos eternos. Sin embargo, en todo momento uno sabe quién y de qué está hablando. Un relato que manifiesta muchos estilos sin que el lector se pierda.
El segundo elemento a considerar es la gran metáfora que la obra es, desde su título, desde las pequeñas historias de los personajes y sus consecuencias colectivas. Ferreira logra el sueño de todo escritor de pintar su aldea para estar pintando el mundo. No está contando la historia de un pueblo de Colombia, está narrando una gran parte de América Latina y es fácil sentirse identificado con muchas de las historias que en este texto se plantean.
Quizás más cerca de la crudeza de Fernando Vallejos que del realismo mágico de García Márquez, quizás parecido a algunos momentos de Vargas Llosa y su descripción de la dictadura de Trujillo. Daniel Ferreira impacta, atrapa y si el resto de la “Pentalogía de Colombia” logar mantener el mismo ritmo, estamos frente a un joven de 34 años que seguiremos leyendo por varios años más.

Mattías Meragelman [Argentina]