Daniel Ferreira en Biblioteca Publica Ramon Correa Mejía

Daniel Ferreira (San Vicente de Chucurí, 1981) es la nueva promesa de la narrativa nacional. Hace rato anda escribiendo una serie de cinco novelas –tres publicadas ya– sobre nuestra consabida violencia. Despelucado, con la camisa sin planchar y un papelito amenazando salirse todo el tiempo del bolsillo trasero del pantalón, llegó a Pereira para presentar su último libro, Rebelión de los oficios inútiles. Camilo Alzate aprovechó y se puso a conversar con él.

Por Camilo Alzate, Revista Literariedad, Pereira

Lo que yo entendía por literatura joven en Colombia (Vásquez, Silva Romero, Constaín, Burgos…) está lejísimos de sus propuestas. Su estilo e intereses son opuestos a la corriente de moda que gusta en las editoriales ¿Qué tanto lo ha jodido eso a la hora de publicar?

He llegado a pensar que mis primeras novelas –La balada de los bandoleros baladíes y Viaje al interior de una gota de sangre– eran impublicables, y no habría un editor que se interesara por esas historias sobre violencia extrema en los años ochenta y noventa. Y creo que tuve razón. Fueron escritas durante el segundo período de Álvaro Uribe, demasiado atroz, por lo que era un riesgo publicar algo así, no tanto porque fueran a leerlas, sino porque el contexto era muy complicado. Hoy, a la luz del proceso de paz, de los cambios del país, se empiezan a liberar campos y temas incómodos como el de la guerra sucia en Colombia. Entonces es posible que estos libros empiecen a circular.

Pero estoy seguro que es una literatura mal vista por ciertos entornos, se la considerará panfletaria, envejecida, quizá injustamente.

El hecho de que se dispare la audiencia para cierto tipo de libros es algo que pasa por las decisiones editoriales de los grandes sellos. Pero de todos modos siempre ha habido una literatura muy implicada con la realidad del país, la han hecho muchos autores y yo no soy el más interesado en éste tema. Ahí están Parra Sandoval, Baena, Evelio Rosero…

Claro, y Evelio José Rosero tuvo que ir a ganarse un premio afuera para que acá comenzáramos a leerlo…

Por eso, son fenómenos vinculados con las decisiones editoriales. Lo insular han sido más bien las ediciones pequeñas de las provincias, que siguen optando por relatos que hablen sobre los conflictos del país. Hay una decisión personal de los autores por abordar una temática específica, y no necesariamente un autor tiene que narrar a partir de historias domésticas, algunos nos abren vetas del corazón humano creando relatos que no estaban conectados con nada histórico, y han hecho unas obras estupendas. Lo de narrar la violencia es una decisión mía, personal, apoyada por una editorial importante ahora que salió Rebelión de los oficios inútiles, en Alfaguara.

A lo mejor se debe a que esa obtuvo el premio Clarín de novela ¿No?

Es la dinámica, simplemente es muy difícil publicar un libro en este país. Hay muchas barreras de acceso. No creo que tema o enfoque sean los que bloquean, porque las editoriales igual se han lucrado mucho con el esperpento de la tragedia colombiana, sólo que han preferido el testimonio y el periodismo.

¿Cuáles son esas fallas y costuras que tuvo aquella narrativa de la violencia de la que habló García Márquez?

Pues que ahí no hay arte, se privilegió un discurso ideológico. Lo mejor que uno puede hacer es inventariarla y decir “en tal libro hay esta escena, en tal otro hay aquello”. Para mí la mejor es La casa grande, de Cepeda Samudio, pero hay obras menores, como las de Osorio Lizarazo, o el Octavo  día, de Guillermo Martínez, con unas valiosas exploraciones técnicas aunque él nunca se volvió escritor. Creo que una de las razones por las que aquellas novelas quedaron en un vacío es porque eran intentos de personas que no aspiraban a realizar una carrera literaria, y hoy se miran sólo como testimonios documentales. Tienen fallas: no hay un estilo definido, no tienen exploraciones literarias, son pobres; optan por el lenguaje procaz y del hampa, no juegan con las voces, ni con el tiempo, son lineales hasta la exasperación, y están recargadas en lo macabro, el esperpento, lo bizarro. La crítica que hizo García Márquez en su momento fue válida.

Cuando se trabaja con el archivo y el rigor histórico, como en su caso, ¿se cae en el riesgo de ofrecer versiones definitivas e incluso ideologizadas?

La literatura no da versiones de la realidad, construye una nueva. Aunque por supuesto, se puede caer en ese riesgo si uno cree que la literatura tiene que probar la veracidad de un hecho, o quiere participar de la verificación del pasado, algo que no les concierne a los escritores. Más bien nos concierne la tergiversación de las versiones oficiales sobre los hechos del pasado, esos que nos han dicho determinan nuestra historia. Lo que busco es explorar las grietas, no los sucesos en sí mismos. Del bipartidismo lo que menos me interesa es la muerte de Gaitán y el bogotazo, supuestamente lo más espectacular y lo más narrativo.

Otro riesgo es descuidar los personajes. A mí no me gustó ni cinco el mafioso hacendado que aparece en Viaje al interior de una gota de sangre, era demasiado facilista y predecible pintarlo como un tipo gordo, desagradable, que paga en dólares… Sentí que estaba ante un estereotipo, la realidad suele ser más compleja.

Tiene razón en la idea de que era creado a partir de un estereotipo, que está por ejemplo en los corridos prohibidos que enaltecen la sublimación de la riqueza, los delitos que nos enorgullecen, los señores que juegan con la guerra y se lucran haciendo sus fortunas. Eso está en la realidad, y se construyen arquetipos que son muy fuertes, interiorizados por la cultura popular. El error está cuando uno no sigue el estereotipo sólo porque es un estereotipo. Querámoslo o no, corresponde con una tipología que existe en la sociedad, sólo que se simplifica.

Si los novelistas se quedaran con los estereotipos no tendríamos un monstruo como Tomás González ahondando en la complejidad humana…

Pero si los despreciaran no tendríamos a García Márquez, que era un experto en filtrarlos hasta llegar a personajes dramáticos. Creo que lo importante es llegar a un personaje dramático, lleno de contrastes, que se puede desarrollar y expandir, del que se pueden encontrar los visos de humanidad. Entonces se logra salir de esa simplificación, de esos rasgos generales como a manera de caricatura.

Eso quería decirle, hay situaciones demasiado caricaturescas en esa novela, como la escena de la balacera.

Si. O la del reinado en la plaza, que es también una caricatura. Si usted vive en un pueblo como el que yo vivía, nota que hay una escenografía del poder. Se manifiesta en las jerarquías, quién es amigo del Alcalde, quién es amigo del señor de la Notaría… El poder es una opereta, una puesta en escena, y por eso se puede parodiar y caricaturizar.

En cambio me fascinó aquel personaje que es maestro, de izquierda, atormentado por su homosexualidad. Ahí encontré al novelista que me gusta, revelando lo difícil y compleja que es cualquier personalidad.

Me fueron saliendo los personajes así, por supuesto en ese momento yo era más inexperto, un narrador que se enfrentaba a su primera novela y corría con muchos riesgos formales. Mi propósito era intentar revelar cómo ese destino colectivo, que es una masacre, pasa a ser destino individual. Entonces uno expande el hecho y mira a ver cómo era la vida de esa gente que muere anónima, antes de llegar al destino colectivo de la masacre. Y al individualizarlos así, empieza a crearse ese dramatismo, lo que no tiene el periodismo, porque todas las masacres se fueron contando una detrás de otra, como algo esquemático, un hecho de barbarie que al ser tan cotidiano ya no nos conmueve.

Rebelión de los oficios inútiles, en Semanario Voz

Por Juan David Aguilar Ariza 
Fuente: Semanario Voz

–¿Cómo construir una realidad como la colombiana si posee en sí misma la paradoja de sonar inverosímil?

–Imagino a mis personajes descifrando arquetipos de una sociedad descosida como la nuestra donde los antihéroes están en muchas manifestaciones de la cultura popular. Donde los héroes, contrario al adagio publicitario, no existen, porque no sobreviven, porque los matan o los desaparecen, o van al exilio. Donde los personajes principales de los dramas han sido siempre un sujeto colectivo, borroso, olvidado, secundario: las Antígonas, los rebeldes, los desvalidos. Imagino cuáles serán las metáforas del pasado. Cuáles son los momentos de ruptura de una sociedad como la colombiana. Observo cuáles han sido los dramas colectivos y veo que coinciden con historias que he visto de cerca. Luego escribo sobre mi pueblo y es como si escribiera sobre todos los pueblos.

–¿Cómo logra las voces, por ejemplo, la de un niño, o la de un alcalde militar?

–No sé por qué se me ocurren justo esas tragedias, esas voces, una anciana que exhuma los restos de su marido, un niño que camina por un escenario de barbarie, una madre filicida que decide sacrificar a un hijo desvalido, un pintor que plasma en un fresco la tragedia colectiva que se cierne sobre un pueblo. Me inquieta el arte trágico. El gran arte para mí es el arte trágico. Goya. Caravaggio. Vida y destino. El camino del tabaco. El águila y la serpiente. La casa grande. Absalom Absalom. Mi infancia ocurrió en un pueblo. En lugares específicos de un pueblo: un río, un parque, una casa. Siempre sitúo un argumento dramático en un pueblo, y dentro del pueblo, siempre en lugares de periferia, y estos parajes se corresponden con recuerdos de mi infancia.

Cualquiera puede escribir ficciones basándose en la infancia que tuvo. La infancia es una esponja que lo va absorbiendo todo: las leyes de la vida, el estado del mundo, las taras, la moral. Lo más personal, lo que nos pertenece de forma más íntima es nuestra infancia. Recuerdo al sacristán de la iglesia, Carlitos, en la escalera del campanario de la torre indicándome cómo darle cuerda al reloj y la vista desde el pueblo desde ahí, el edificio más alto que había, y por eso para mi el horizonte está debajo.

Recuerdo los paisajes, por las jornadas de caza en los montes cercanos. Recuerdo que mi madre me había dado un cuarto sin ventana en todo el centro de la casa y que allí nos refugiábamos cuando había enfrentamientos entre la guerrilla y el ejército. Recuerdo animales, gente viva, gente muerta o gente que mataron. A los que mataron, los recuerdo cuando estaban vivos. Esos recuerdos no coinciden con cadáveres que estaban tendidos en la calle ensangrentados o en un ataúd. El recuerdo de la gente viva aumenta cuando la encuentras muerta.

–¿Su literatura intenta equilibrar de cierta forma los poderes, darle voz a los invisibilizados?

–Hay poder y hay no poder. El poder se impone. Para eso les sirve a los poderosos la violencia, la barbarie legal. La lucha por el poder será aplastada siempre por el poder de turno. He escrito sobre esas contradicciones. Pero no me interesan los actos de violencia en sí, porque los conflictos dramáticos de los personajes son más importantes que las situaciones en que discurre su destino. Hay una intensión ética, política y estética en lo que cualquiera escribe, pero no es indispensable que el lector lo disocie. El lector con su propia axiología puede encontrar las fronteras éticas, los dilemas morales y las tensiones políticas de una obra.

La prosa no puede ser revolucionaria si no trata de cambiar la sociedad. Basta con que resuelva las formas anteriores con nuevas formas, nuevos contenidos y nuevos pensamientos. Yo escribo para descifrar mi mundo. Para mentir, para no mentir, para amar, para recordar lo que otros han olvidado, para convertir en metáfora la tragedia colectiva, para levantarme cada mañana y seguir vivo, para no enloquecer, para enloquecer, para soñar, para hacer algo hermoso con mis angustias y mis pesadillas y mis derrotas.

Por lo demás, la realidad es inabarcable. Yo he delimitado mis temas para que coincidan con lo que conozco o con lo que me apasiona. Tener todos los temas es tener ningún tema. Mis temas son la orfandad, el destino colectivo, la lucha del no poder contra el abuso del poder, el misterio del amor.

–Usted lee a escritores poco conocidos ¿Lo hace por una estética de los apartados del sistema. Encuentra en ellos cierta belleza de lo “imperfecto”?

–El canon está determinado por la industria editorial. Y eso habla de lo que es este mundo de hoy. El canon es Penguin. Eso determina comportamientos de lectura, nichos, autores, premios, logros, difusión, presencia. A mí me gusta la literatura de periferias. De países al margen de la historia o que se parecen en su destino histórico al nuestro. Me gusta leer libros de autores de editoriales con pequeños fondos; editoriales y escritores y lenguas que han tenido que enfrentarse a las reglas del mercado mundial.

Así he encontrado a Max Frisch, Agota Kristof, Amo Oz, Nellie Campobello, Milorad Pavic, Michael Ondaatje, Coetzee, Reinaldo Arenas, Tomás Eloy Martínez, Walter Hugo Mae, Philip Forets, Patricia Nieto. Pero los leo sobre todo porque me los recomienda gente que considero buena lectora. Con eso me ahorro tiempo perdido en libros malos, y en suplementos de novedades o en estafas editoriales.

–¿En sus primeras obras había demasiado adjetivo, qué descubrió en ese proceso en particular con la palabra?

–Escribo con las palabras que usaba la gente entre la que viví cuando era niño. Palabras de un mundo particular que es Santander. Cuando voy a Santander siento que estoy entrando en mis libros. En un sentido más profundo, tal vez lo que escribo vive en mí por un tiempo hasta que encuentro palabras para fijarlo. Una historia puede empezar como un sueño primero. Me sueño siendo otro. Haciendo lo que en mi vida no haría. O lo que tal vez vi vivir en otras vidas.

Otras historia han empezado por relatos que me contaron de niño y que me han perseguido hasta ahora. Son historias que buscan un médium. Y yo las escribo como si fueran un mandato interno. Me producen insomnio. No puedo escribirlas por un tiempo, pero no dejo de pensar en ellas un solo día hasta que al fin descubro la clave, las pongo por escrito y luego me siento liberado. El modo de adjetivar lo depuré leyendo poesía.

–¿Y el I Ching y el amor?

–El I Ching es un libro que ayuda a descifrarlo todo. Toda mi infancia cabe en un estanque con peces de colores. El amor es un misterio más grande que el de la muerte, parafraseando a Wilde.