Rebelión de los oficios inútiles por Oscar Daniel Campo

Oscar Daniel Campo, Revista Literariedad

Cada cierto tiempo algunos escritores alegan fastidio temático frente a la proliferación de literatura sobre la violencia. Esto hasta que aparece una novela que le devuelve dignidad estética al asunto. Fue el caso de Los ejércitos, de Evelio Rosero, hace unos años, y, más recientemente, de La rebelión de los oficios inútiles (2014), de Daniel Ferreira, novelas premiadas en el exterior antes de ser leídas y bien acogidas por los lectores en Colombia. ¿Qué hace que estos dos casos destaquen sobre el fondo tumultuoso de libros que tratan literariamente la guerra interna? Entre las muchas cosas posibles para decir, resalto la posición fuerte que estas novelas ofrecen frente a la materia cruda de la que se ocupan y la capacidad de identificar, en el curso corriente de la temática, un potencial narrativo novedoso. La novedad de lo contado se apoya, me parece, en la solidez de la postura.

En el caso de Los ejércitos, justamente la posición fuerte tiene que ver con que el punto de vista predominante, el del profesor Ismael que narra la novela, no está interesado en discernir quiénes, si la guerrilla o los paramilitares, son los ejércitos que se toman el pueblo, lo bombardean, matan y violan a su vecina, desaparecen a su esposa, entre otros desmanes que cambiarán de manera definitiva la dinámica del pueblo. La novela adopta de manera implícita el lado de las víctimas, en concreto, de la víctima llamada Ismael, más interesado en el trasero de su vecina y en la desnudez de su esposa, que en el contenido explícitamente ideológico de la guerra que los circunda y finalmente los devora. Una reseña de David Jiménez en Razón pública se encargó en su momento de mostrar la tensión entre guerra y erotismo construida por la novela. El hallazgo narrativo de Evelio Rosero reside en el contraste entre imágenes idílicas, violentas y sensuales, entre el tiempo interior del personaje (con sus valores propios) y el exterior de los acontecimientos brutales.

No es el caso de Daniel Ferreira con La rebelión. Los argumentos ideológicos hacen parte explícita del material de la novela, se notan en la perspectiva del narrador en tercera persona y a través del discurso de dos personajes principales —la líder de los destechados, Ana Larrota, y Joaquín Borja, fundador y director del periódico La gallina política—. La novela adopta, al igual que Los ejércitos, el punto de vista de las víctimas, en este caso, el punto de vista de los desposeídos, pero, a diferencia de aquella, no se abstiene de participar en la discusión ideológica explícita. Rendición de cuentas de Ana Larrota: “La realidad espiritual depende de la realidad material” (156); “Vivimos en momentos en que a la clase trabajadora la atropellan, la estafan y nos mienten. El paro, las tomas, las protestas y las pedreas que el fiscal llama ‘asonadas’ son formas de lucha cívica que usa el pueblo para expresar las demandas y presionar soluciones. De ninguna manera son delitos. El derecho a la protesta, además de legítimo, me parece necesario” (169). Joaquín, que ha cambiado el periodismo por meterse a la guerrilla, y ahora deja una suerte de testimonio de su vida en un magnetófono: “… un país que masacra de uno en uno para que no se note el genocidio, un pueblo que es un monigote que permanece impávido ante la injusticia, un maniquí que considera a los escuadrones de la muerte como males necesarios, un país de sicofantes, de impostores, de traidores, con artistas y músicos despreciables que actúan como bufones de una clase y hacen las bandas sonoras para acompañar el ruido de fondo de la infamia” (258). O, él mismo Joaquín, cuando registra la multitud iracunda que pide cuentas por el destino de Ana Larrota y, en una coincidencia histórica inesperada, también por el robo de las elecciones presidenciales que gana Misael Pastrana: “Descubrimos que eran los mismos comerciantes quienes salían a disparar contra las vidrieras de la alcaldía y de sus propios almacenes (…) a dañar lo que la turba había dejado intacto”, para justificar después sus decisiones radicales: “esto no puede seguir así, esos no son manifestantes, son guerrilleros vestidos de civil, si el ejército no está dispuesto a hacer nada para defendernos a nosotros, los ciudadanos de bien que contribuimos y pagamos impuestos (…) tomaremos justicia por nuestra propia mano” (191). Difícil no estar de acuerdo con la posición de la novela, con su adopción del lado de los desposeídos, y el relato de la persecución sistemática a la que se ven expuestos. Pero se advierte en esos pasajes que poco sorprende a los lectores contemporáneos, que se torna poco interesante cuando se la saca del contexto de la narración, y en la que, por tanto, no puede agotarse la posición fuerte de la novela. ¿Qué más hay entonces?

La novela se ordena en torno a tres nudos: el enfrentamiento entre los destechados que han invadido los predios del Club Kiwanis y la policía; la grave amenaza que acecha a Ana Larrota en la cárcel y la explosión de una bomba en la casa de Joaquín Rojas, también sede de la La gallina política, en la que muere la hermana de Joaquín, Luisa. Al periódico lo persiguen no solo por simpatizar con la toma de los destechados, sino por proveer una justificación histórica a su lucha. El periódico demuestra que esos terrenos habían sido antes expropiados de forma ilegal por los antepasados de Simón Alemán.  Además de estos nudos, la novela elabora pequeños relatos adicionales que no solo sirven para dilatar las acciones principales, sino que agregan facetas a los personajes, de otro modo dominados por el contenido ideológico explícito de su discurso. Vemos entonces el drama de una Ana Larrota mucho más joven, que ha perdido a su hijo y a su marido; que de niña visita el leprosario donde vive una tía monja, (amanuense de los enfermos que quieren enviar carta a sus familiares). Vemos también la juventud aventurera de un Simón Alemán, en Europa y luego en Estados Unidos, enamorado de una mujer que no le corresponde, y propicio desde entonces al comportamiento obsesivo que explica por adelantado la quiebra, al perseguir el sueño imposible de una urbanización moderna en la cima del pueblo, en los terrenos baldíos ocupados por la multitud que lidera Larrota.

Las vidas de estos personajes, con sus diferentes extracciones sociales y proyectos políticos, se enlazan en un momento clave de la historia reciente, situado en la novela justo en el inicio de la década del setenta. Se trata del momento en que los terratenientes no solo sofistican sus prácticas paramilitares sino que a esta se suma (esto quizá constituya lo tenebroso de lo tenebroso) la aquiescencia de los banqueros y los empresarios en un proceso bastante efectivo de hiperconcentración de la riqueza y disipación de las masas rabiosas que las décadas anteriores habían permitido. La novela de Ferreira descubre un filón épico atractivo en la historia de estas ocupaciones de tierra, de activismo político de base social y compromiso de la prensa escrita. Es el momento de consolidación de los grupos guerrilleros. En ese sentido, la novela recupera la experiencia histórica de creer que un gran cambio era posible en favor de los desposeídos. Pero como en el presente de la escritura y del horizonte del lector los líderes de la protesta han sido asesinados, se cuenta en últimas el fracaso de esa experiencia y el origen de resentimientos de clase que permanecen vigentes.

Tal vez a ese doble fracaso deba la novela su posición fuerte sobre el asunto tratado. Es una posición paradójica. Al momento de fracaso corresponde también cierta derrota de la palabra escrita. No solo en el periplo periodístico de Joaquín, que renuncia a la escritura para siempre (le habla a un magnetófono), desencantado a pesar de ser un apasionado lector de literatura (“¿qué poder puede tener en realidad un puñado de palabras?” (215)), sino en las interpelaciones directas de algunos personajes. Ana Larrota critica la falta de acción (o sea, de activismo) de quienes creen hacer algo desde la orilla del periodismo. Y Simón Alemán, aunque colabora con Joaquín en su investigación, afirma que la manera más fácil de arruinarse es con palabras (149). Lo perdido no es solo la confianza en que un cambio social sea posible, sino el entusiasmo del lenguaje como un revólver cargado, capaz de mostrar caras ocultas de la realidad. Incluso la novela construye una lista de títulos de obras y autores que constituyen un pequeño panteón personal de literatura panfletaria: desde el “poema” a cuatro manos que funciona a manera de epígrafe, un ensamble de versos tomados arbitrariamente de Neruda, Vallejo, Barba Jacob y Joaquín Pasos, hasta Hamburgo en las barricadas, pasando por Maquiavelo, por Léon Bloy en sus diatribas contra literatos, por los existencialistas franceses, por una selección de obras rusas del diecinueve que no son las más famosas, por Swift, por John Reed, por Benito Feijoo, por Marx (más por sus ideas que por su estilo, supongo), entre varios otros. Esas referencias no alcanzan ni siquiera la categoría de dioses muertos, pues dan más bien la impresión de ruinas polvorientas.

Las dos experiencias, la de la palabra como un revólver y la del cambio social, se han disuelto, y la novela expresa una melancolía frente a tales pérdidas. Allí, en esa melancolía, Ferreira ha hecho un hallazgo que definitivamente llama la atención. El texto ha sido escrito con la voluntad rabiosa de la causa justa y desde el principio perdida. Tiene la fuerza suficiente para que creamos, a través de Joaquín, en el poder de la palabra, antes de caer desencantados junto a él, pisoteados todos por la Sociedad de Hierro que forman los comerciantes y terratenientes para perseguir en la ilegalidad a los líderes políticos. La fuerza que mueve la narración de la novela de Daniel Ferreira es la indignación contemporánea por la multitud política aplacada, por la falta de rebelión, que ha sido la gran herencia histórica, no del activismo de los sesenta y setenta, sino de su represión sistemática. No es que no pueda contarse el relato de los vencidos, ni que no haya un compromiso ético allí, sino que sabemos que no va a importar, que la democracia, la buena democracia, puede convivir perfectamente con la injusticia histórica y con el relato de las víctimas, sin que el problema crucial de la concentración de la riqueza sea tocado. Hay una catársis a la inversa: no salimos purificados de la novela, al asistir al horror y vernos expuestos a la compasión por el destino de los personajes, sino que nos dejamos caer en un pozo de desazón, y medimos qué tan inofensiva se ha vuelto la palabra escrita, seguros de que no se tejerá ningún complot para bombardear la casa de Ferreira, ni se le va a exiliar en el futuro inmediato, porque la economía ha aprendido a convertir en entretenimiento, en premios, en venta de libros, en activismo de Facebook, cualquier indignación que nos cause el mundo. (Termino entonces de escribir esto, pensando en empezar la segunda temporada de Narcos en Netflix).