Un café en Buenos Aires con Daniel Ferreira, por Pablo Di Marco

Foto: El Clarín

[Esta entrevista hubiese sido imposible sin el generoso aporte de Isaías Peña, Pedro Martínez Domene, Laura Massolo, Juan Pablo Fiorenza, Jerónimo García Riaño, Silvia Miguens, Marco Tulio Aguilera Garramuño y Luz Mary Giraldo. Mi agradecimiento tanto a ellos como a los queridos Gustavo Álvarez Gardeazábal y Nomi Pendzik.]

Por: Pablo Di Marco* / Especial para Libros & Letras.

Había en Daniel Ferreira un dejo de escritor extranjero en su propia tierra. Es una figura triste pero no infrecuente. Como si el camino a recorrer por el escritor no fuese de por sí tortuoso, muchos de ellos deben cumplir una prueba extra: alcanzar el éxito en el exterior para poder ser reconocidos en su patria. 

Colombia —siempre tan generosa a la hora de acoger y reconocer artistas extranjeros— supo reparar su olvido, y el pasado 17 de septiembre Ferreira presentó su novela Rebelión de los oficios inútiles en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá. Para celebrarlo, le pedí a algunos queridos amigos que me ayuden a ahondar en el pensamiento de un muchacho al que los años de seguro convertirán en un clásico de nuestro rincón del mundo. 

—¿Qué haría Daniel sin Ferreira? (Isaías Peña, maestro de escritores colombiano)

D: Escarbaría en mi pasado, seguramente para defraudarme y morir rodeado de fantasmas como Juan Preciado Tocarruncho.

—Su novela tiene un aire épico, que recuerda a la lucha de clases, evidente y patente, en regiones olvidadas de toda Hispanoamérica, ¿considera que sigue siendo un tema narrativo de interés? (Pedro Martínez Domene, periodista español)

D: A la literatura le sirve cualquier tema. Los abismos de clase, en efecto, siguen presentes en Latinoamérica y la fisura, la brecha entre clases privilegiadas y gente que vive en la precariedad, entre explotados por el sistema voraz de la economía (que ahora es global) y opresores, no ha caducado. No será raro que sigan apareciendo relatos sobre confrontaciones sociales. El hambre de Caparrós, un libro inmenso construido desde el ensayo y el periodismo, es para mí el gran libro de lo que va de la década y nace de esta paradoja: ¿por qué hay hambre en el mundo si hay comida suficiente para todos? Toda la historia de nuestro continente es un enfrentamiento constante entre clases. La literatura es un sismógrafo que ha ido registrando los diferentes grados de estas fuerzas telúricas. Ojalá estén en el porvenir grandes libros que ayuden a comprender la vida en este lugar del mundo, en esta época, la nuestra.

—Indudablemente, uno de los pasajes más tristes de la novela es la muerte de Luisa, que se anuncia desde las primeras páginas. ¿Tuviste alguna experiencia personal cercana a un acontecimiento tan triste? Decís que tenés el plan de continuar esta historia en otras novelas. ¿Pensás trabajar desde el mismo narrador? ¿No te resulta doloroso crear una primera persona que es testigo de hechos tan crueles? (Laura Massolo, escritora argentina)

D: Hace poco circuló por internet un cartel en el que se buscaba a una muchacha desaparecida en Antioquia. Multipliqué el cartel de búsqueda en las redes sociales como otras personas. Pocos días después, la muchacha apareció muerta en Envigado. Esa tragedia me abrumó el día. Creo que es lo que pasa con la muerte de Luisa. La empatía por el destino del personaje involucra dos aspectos que hacen dramática su historia: es la muerte de un ser humano en el esplendor de su juventud y una muerte violenta a causa de una represalia en contra de su hermano. Eso la hace doblemente trágica, porque nuestras aceptaciones de la muerte son la muerte natural en la vejez, y lo que esté fuera de ese límite, sobre todo la muerte violenta, nos conmociona porque involucra una vida truncada y a alguien que se aboga el derecho de matar. La experiencia de esa tragedia proviene de la tragedia de los demás, pero pasada por la imaginación. No sé nada de la muerte de un hermano o ser querido, pero puedo imaginarlo. En el libro, todo lo que sabemos de la muerte de Luisa está enfocado en el pensamiento del sobreviviente, que es el hermano de la muchacha, asesinada en un atentado, pero es un dolor que se matiza porque queda interrumpido por las decisiones que toma el hermano tras el atentado.

Creo que la violencia se puede narrar desde muchos sitios, desde los orígenes, desde las consecuencias, desde el efecto en la vida de los sobrevivientes, pero no desde el dolor, porque el dolor paraliza. El dolor solo puede encontrar un lugar: el duelo. Por eso el relato finaliza cuando el protagonista se enfrenta a ese doble dolor: el de la pérdida del ser querido y el de la una muerte brutal.

Por lo demás, esta novela está terminada. No habrá segundas entregas. Lo que pretendo concluir es un proyecto literario de cinco novelas sobre el siglo XX que he titulado Pentalogía de Colombia. Pero cada pieza es independiente una de otra, con técnicas y puntos de vistas múltiples, múltiples lugares del sujeto, y los personajes, y las época, y las historias, todas están desconectadas al menos de uno a otro libro.




—¿Qué contacto tuviste con Ana Larrota?, ¿fue un personaje real?, ¿la conociste de alguna manera? (Juan Pablo Fiorenza, escritor argentino)

D: Hubo una líder cívica llamada Ana Larrota en este mundo, pero su destino no fue trágico como el del personaje del libro, aunque lleven el mismo nombre. Dejé su nombre por hacer homenaje a la mujer que construyó un barrio para la gente más pobre en el pueblo donde nací. De la real, solo me fueron contadas anécdotas pintorescas que por sí mismas no habrían permitido elaborar un personaje sólido. Sin embargo, el arquetipo sí ha estado presente la historia de Colombia, aunque no en la literatura colombiana. Manuela Beltrán, Antonia Santos, Policarpa Salavarrieta, Felicidad Campos: el arquetipo de la mujer que se rebela contra la opresión. No es raro. En una sociedad como la nuestra en las mujeres ha descansado gran parte de la explotación y de la opresión. A mí me conmueven sus historias, porque el coraje inspira coraje.

—Teniendo en cuenta que la violencia es un tema recurrente en la literatura colombiana, ¿cuál ha sido tu principal intención a la hora de escribir sobre ese tema? (Jerónimo García Riaño, escritor colombiano)

D: Ser fiel a los ciclos de barbarie en que se desenvolvió la vida de este país en el siglo pasado. Hemos trasegado por el sectarismo, por el horror, por la represión, por la desaparición forzada, por el genocidio, por el holocausto de cuerpos, por la política de tierra arrasada, y prácticamente la suma de todo ese pasado es una guerra civil de todos contra todos.

—¿Cómo hace para crear ficción en un país cuya realidad no deja de superar, cada día, a toda ficción e imaginación? Y por último, cómo hace para vivir en Bogotá sin esas deliciosas arepitas santandereanas? (Silvia Miguens, escritora argentina)

D: El arte es una forma de resistir. Y es curioso, pero ha florecido en los momentos de mayor oscuridad de las sociedades, y los artistas en Colombia van a tener que crear aunque haya paz o aunque cueste décadas la reconciliación.

Cuando voy a Santander traigo una provisión de arepas de maíz pelao y las congelo. Así que mi casa es una pequeña colonia de comida santandereana en Bogotá. Eso sí, te dejo en claro: detesto la “santandereanidad”. Cualquier rasgo de falsa “identidad” que alimente el orgullo de una sociedad machista, sectaria y paramilitarizada por su clase política.

—¿Cómo afrontas el pasar del anonimato casi absoluto al hecho de tener tus días de fama mediática? Y por último: menciona cinco novelas colombianas que consideres las más importantes después de Cien años de soledad… si las hay. (Marco Tulio Aguilera Garramuño, escritor colombiano).

D: La fama es un malentendido. La dan los demás. Y se confunde entre lo que hace un creador con el propio creador, como si lo más importante no fuera la obra. Aquí sigo a Hugo Hiriart y Gabriel Zaid que han estudiado la naturaleza de ese malentendido. Y es un malentendido que viene de confundir en un mismo ser: arte, vida de artista y mercado de arte. Hay gente que cree que es famosa y hay otra que cree que otros tienen la fama que desmerecen y de estas confrontaciones y suspicacias surge el equívoco. La fama no garantiza la perduración de una obra de arte. Lo importante es la obra, sus hallazgos formales, su solidez. La vida de artista está empedrada más de anonimato y frustraciones y precariedad que de éxito social. Muchos artistas comen mierda por años, a veces por toda la vida, sin recibir ninguna atención por los mercaderes del arte. El mercado del arte, al menos el del libro, se rige por márketing, promoción, y un largo etcétera de actividades extraliterarias. Lo que ha pasado es que se publicó un libro y que algunas personas le han dado un cierto reconocimiento. Pero es reconocimiento a una labor que me ha tomado años realizar, pero que no habría valido la pena si no existiera algo en el mundo, una novela. Este año he tenido compromisos relacionados con la difusión de ese libro y esto me ha ocupado un tiempo precioso que tenía para otras labores. Pero nada más. Hay que seguir escribiendo. Y para escribir, hay que estar solo.

Me gustan los Cuentos de Juana de Cepeda Samudio que leo como una novela por sus experimentos formales. En El Lejero de Rosero por su atmósfera y su conexión con Rulfo y Mejía Vallejo. Donde mueren los payasos de Luis Noriega por ser un ejemplo de sátira mordaz que es la manera más lúdica de narrar un periodo de oscuridad política como los dos mandatos de Álvaro Uribe. La cárcel de Jesús Zárate que se la recomiendo a todo mundo.

—¿Para qué sirve la literatura? (Luz Mary Giraldo, poeta y catedrática colombiana)

D: Sin ponerme místico, le daré la respuesta que me dio el yagé: la literatura sirve para comprender la vida y para descifrar a Dios. Pero hay otros mil caminos para eso. Cada uno de los que nos comunicamos a través de la literatura tendremos una respuesta distinta para esa pregunta. De todos modos no deja de ser una pregunta incómoda. ¿Tiene todo que servir para algo? ¿No es el mismo rigor del positivismo aplicado ahora a la literatura? ¿Lo que no sirve debe ser reemplazado o desechado? Hay miles de saberes e instrucciones que toman las personas a diario a los que dedican y sacrifican y desperdician vidas enteras sin cuestionarse si quiera si sirven para algo, pero que seguramente no sirven más que para frustrar sus sueños. Actividades que funcionan como simulacros de la felicidad: hacer dinero, ascender socialmente, viajar sin fijarse. La literatura es importante para los que leemos. Que no somos tantos en Colombia pero nos contamos por millones en el mundo. Y mientras siga siendo una pasión, será “útil” para alguien, en algún sitio, y perdurará.

Pablo Di Marco* Escritor y periodista argentino. Ganó la bienal de novela Jose Eustasio Rivera con Tríptico de la memoria. Vive en Buenos Aires.

La obra de Daniel Ferreira por Santiago Gamboa

Milenio. México. 12-09-2015
Por Santiago Gamboa

El escritor Daniel Ferreira, nacido en San Vicente de Chucurí, Santander, en 1981, es uno de los jóvenes novelistas más talentosos de América Latina. Lo confirma por estos días con su novela Rebelión de los oficios inútiles, recién publicada en Alfaguara. A pesar de su juventud, Rebelión resulta ser su tercer libro y forma parte de un ciclo sobre la violencia en Colombia que se inicia con La balada de los bandoleros baladíes, premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo, México, en 2010, continúa con Viaje al interior de una gota de sangre, que recibió el premio Alba de Narrativa en Cuba, en 2011, y sigue con este tercer libro, que añade al palmarés del joven autor nada menos que el premio Clarín de Novela de 2014, uno de los más codiciados del continente.

Pero todo este curriculum no significaría nada, sería apenas una anécdota (como en tantos otros) si Ferreira no fuera desde ya un verdadero peso pesado de la narrativa. Lo conocí fugazmente en La Habana, a principios de este año, y a pesar de que no pudimos cruzar casi ni media palabra tuvo la gentileza de regalarme su primera novela, La balada, que leí de inmediato, en el avión de regreso, sin poder separar los ojos del papel un solo segundo. Qué extraña perspectiva adopta, y qué original y preciso su modo contundente de narrar a través de breves capítulos que saltan de un lado a otro de la historia y la asedian desde varios ángulos; qué humor, qué cinismo y qué despiadado a la hora de contar, con palabras sencillas, las cosas más atroces, las vidas más solitarias, las tragedias más inhumanas.

Me encantó la rapidez con la que entra en materia y el modo en que mantiene la tensión, a pesar de estar cambiando de voz y de perspectiva cada tres páginas. No me extraña que haya recibido tantos premios. He sido jurado muchas veces y no pocas he tenido buenas sorpresas (como me pasó recientemente en el premio de novela de la Cámara de Comercio de Medellín con La cuadra, de Gílmer Mesa), por eso supongo que los manuscritos de Ferreira deben volar alto en comparación con la mayoría, del mismo modo en que La rebelión de los oficios inútiles, su primera publicación en una editorial grande y comercial, vuela de inmediato por encima de tantas otras publicaciones grandes y comerciales.

La rebelión despliega, desde su primera línea, un armamento muy potente que se va tragando al lector. Es un libro ambicioso que narra una invasión y la historia de un hombre en bancarrota y otros acontecimientos. Es una novela de personajes, y el argumento los golpea cada tanto. Hay una mujer pobre que carga en una bolsa los huesos de su marido y los va mostrando. En un momento dice: “Este es el tobillo dislocado del hombre que no requería para vivir más que de un libro, un río y un plato de comida”. La rebelión habla de campesinos desesperados y dignos, listos para morir repeliendo al ejército, pero también de un hombre solitario que se cruzó con Cesare Pavese en la recepción del hotel Roma, en Turín, el mismo día en que Pavese se suicidó, y se pregunta qué habría pasado si les hubieran intercambiado los cuartos.

La temperatura y cohesión de la prosa de La rebelión es tan fina y medida como la de La balada, lo que demuestra que Ferreira no viene con una pistola de juguete, sino que es un francotirador poderosamente armado y preciso. Y que ya empezó a disparar.

Pentalogía de Colombia, por Catalina Holguín Jaramillo, en Revista Arcadia


Revista Arcadia, 21 de agosto de 2015
Por Catalina Holguín Jaramillo

Es difícil pensar en una serie de novelas más oscura y violenta. Leídas en sucesión, una tras otra, las novelas de Daniel Ferreira tienen un efecto devastador. Acá están todas las gamas y posibilidades de la violencia: intrafamiliar, política, militar, sexual, verbal, económica, judicial. Aunque las novelas son absolutamente colombianas y abiertamente apelan a la historia local, pocos en el país las han leído. Resulta que Ferreira, escritor nacido en 1981 en San Vicente de Chucurí, Santander, ha ganado tres premios internacionales de novela y, por tanto, su obra ha sido publicada solo en el exterior. Esta condición de autor extranjero en su propia patria se rompe en septiembre de este año, cuando Alfaguara Colombia publique Rebelión de los oficios inútiles, ganadora del prestigioso Premio Clarín de Argentina.
Ferreira se describe como un lector ávido, con la fortuna de haber tenido una biblioteca pública en su pueblo y un grupo de amigos amantes de la poesía y la literatura. “Éramos provincianos, estábamos aislados de todo, pero vivíamos la literatura con apasionamiento”, afirma. Se podría decir que este aislamiento persiste. La literatura es aún su único oficio, y si bien escribe en medios reconocidos como Letras Libres o El Espectador, su presencia en los círculos literarios tradicionales es escasa. En vez, parece dedicar buena parte de su tiempo a un blog lleno de tentáculos, compuesto por toda suerte de textos, recortes de prensa, fotos, podcasts y videos, tejiendo libremente el depósito de sus ideas sueltas y lecturas. Esta otra obra llamada Una hoguera para que arda Goya es una construcción incremental, acaso la obra que corresponde a un escritor joven y marginal que sabe usar bastante bien internet.
Entre sus novelas se cuentan La balada de los bandoleros baladíes (2010), Viaje al interior de una gota de sangre (2011) y Rebelión de los oficios inútiles (2014). Las tres hacen parte de la planeada Pentalogía (infame) de Colombia. El proyecto literario, como lo explica Ferreira a la periodista argentina Jorgelina Núñez, nace del desconsuelo y la tristeza: “Lo que ocurrió en los noventa en Colombia me dejó destruido y desmoralizado, por eso me urge terminar la Pentalogía. Quiero eliminar definitivamente de mi vida la cuestión de la violencia para poder escribir sobre otros temas. Un sociólogo se pregunta qué descompone a la sociedad; un periodista le pregunta a un asesino por qué mata. Pero un escritor no puede hacer una cosa ni la otra. Lo que le queda es recurrir a una construcción dramática. En lugar de la explicación, tiene la representación, que es otra manera de entender lo sucedido”.
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La balada de los bandoleros baladíes ganó en 2010 el Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo y fue publicada por la Universidad Veracruzana de México. No hay protagonistas ni un punto de vista único y hegemónico. Más bien, el autor enlaza una serie de historias contadas en tercera y en primera persona, donde el hilo conductor es un criminal de mediana monta apodado Malaverga y su amigo Putamarre, un asesino ejemplar. Otro de los narradores es “el enfermo”, un cojo mal nacido en casa de un padre abusivo, una hermana interesada y una madre enferma. La primera vez que escuchamos al cojo nos enteramos que acaba de incendiar la casa de su papá. A lo largo de la novela, el cojo retornará a su infancia, a la muerte de su mamá y a los abusos de su papá, como si quisiera ofrecer explicación al asesinato múltiple con el que se cierra su historia.
La misma estructura de retornos y repeticiones se utiliza en la narración de Malaverga, “Un brujo. Un guerrero. Un luchador”, pero también un asesino, un ladrón y luego un recolector de basura y testigo de una masacre de travestis y gamines en un barrio marginal de la ciudad. Bajo la misma estructura aparece Putamarre, cuya historia es una picaresca deformada: es raspachín, asesino, paramilitar masacrador, mercenario en Irak y ladrón, y así atraviesa el país y su historia, ocupando todos los oficios posibles de la infamia. Finalmente, el personaje sin duda más extraño y estremecedor es el de la vieja modista solitaria y enferma, madre de un hijo bestialmente deformado al que trata como un cerdo y por quien siente una maraña de sentimientos contradictoriamente maternales.
La novela se puede leer como un tratado sobre la violencia familiar y sus reverberaciones íntimas y colectivas. Pero esto no es más que una interpretación, pues no hay jamás explicación alguna de lo que sucede ni el autor ofrece un amable narrador omnisciente que teorice sobre lo que está ocurriendo. Los personajes habitan sus circunstancias y hacen lo que pueden bajo la brújula del deseo, la necesidad o la simple y pura ignorancia de otra forma de vivir. No hay dios, pero tampoco presidentes ni policía.
En Viaje al interior de una gota de sangre ocurre un fenómeno narrativo similar. En esta segunda obra, ganadora del Premio Latinoamericano de Novela Alba Narrativa 2011, el autor desplaza toda centralidad narrativa y de entrada arroja al lector en el medio de la plaza de un pueblo tomado por un grupo de civiles armados. Tras una apertura brutal donde los encapuchados reparten bala a los participantes del reinado de belleza local, capítulo a capítulo se va desplazando el punto de vista, que es ocupado por cada uno de los futuros difuntos.
En cada voz se expanden y se multiplican la misma escena, los mismos momentos previos a la muerte, el mismo pueblo visto desde tantos ojos y tantas perspectivas aniquiladas con el paso de los encapuchados. Excepto por un único sobreviviente, la autoridad narrativa se apoya en un coro centrífugo de muertos que se encuentra con una muerte ordenada por alguien, para algo. El quién y el para qué no son motivo de explicación. O no directamente, pues el contexto histórico más cercano a esta novela es el paramilitarismo.
La tercera novela, Rebelión de los oficios inútiles, es la más amplia en su espectro de personajes y la más compleja en su estructura y rango de emociones. La historia gira en torno a un terreno desollado por la fantasía pueril de Simón Alemán, un tipo con plata, marcado por el fracaso, que decide construir un elegante suburbio burgués en la cima de una colina. Podrá ser inútil y borracho, pero Alemán tiene el poder de su lado. El terreno es ocupado por los obreros contratados por el mismo Alemán, a quienes se les deben varios meses de salarios. La toma es liderada por doña Anita Larrota, vocera del movimiento, quien termina, como corresponde a los de su estirpe, en la cárcel y muerta. El relator de esta historia es Joaquín Borja, un periodista local y dueño del diario La Gallina Política, que cubre la ocupación y de paso relata buena parte de la historia de Alemán. En el proceso, Borja se ve trágicamente involucrado en la crisis del terreno y termina, también como los de su estirpe, perdiéndolo todo.
A diferencia de las otras novelas, acá el autor abre el foco y ofrece una visión fragmentada de una lucha social fallida y una posible génesis de la violencia desatada entre el 24 de noviembre de 1969 y el 12 de octubre de 1970, fechas en las que ocurre la novela. En el primer capítulo, la frase “esta historia comienza con” marca el ritmo de un inventario hipnótico de 19 obreros torturados, todos partícipes de la toma del terreno. La misma frase, “esta historia comienza con”, se repite en otras partes, como reafirmando la imposibilidad de encontrar un punto de inicio de la violencia. Un comienzo que se desliza, que se pierde de foco y cambia constantemente, quizá porque es imposible ya encontrar la razón de tanto muerto.
Lo realmente interesante de esta tercera novela –en relación con las primeras dos– es que dota de una aparente dirección a la Pentalogía, demuestra que Ferreira está creciendo como escritor y genera expectativa sobre la dirección que tomarán las siguientes dos novelas de la serie. Su obra no en un inventario morboso de las posibles formas de la violencia nacional, sino un gran proyecto narrativo anclado en la obsesión de entender lo inexplicable, lo trágico, lo profundamente real. ¿Cómo entender esto?
“Me acuerdo de un anciano que se arrastraba, mutilado, por el barro y parecía feliz de hallar la muerte pegado al gollete de su calambuco. Me acuerdo de ‘Mata a tu mujer, porque es chivata’. Me acuerdo de desobedecer la orden. Me acuerdo de cavar mi propia tumba bajo el sol de la canícula. Me acuerdo de huir en la noche y de los aullidos de mis perseguidores”.
No es de extrañarse que Ferreira se nutra de las historias locales santandereanas, de testimonios de excombatientes y de los informes del Grupo de Memoria Histórica, pero también de la literatura de Louis-Ferdinand Celine, Joe Brainard o José Eustasio Rivera. “Supongo que para algunos lectores poco familiarizados con la literatura me convertiré en una especie de escritor impresentable, sobre todo ante las buenas conciencias que imaginan un país feliz donde no acaecieron hechos feroces como las masacres del Aro, de Mapiripán, las de Segovia, la del Naya”, afirma Ferreira. Para los otros lectores, aquellos interesados en una literatura desafiante, formalmente espléndida, escrita en el lenguaje de la llaga, un presente que no sana y no sabemos entender, quizá esos lectores encuentren en las novelas de Ferreira un espejo oscuro y valioso.

Daniel Ferreira, por Fernando Araújo Vélez

Nataly Londoño

El Espectador, 16 de agosto 2015
Por Fernando Araújo Vélez
Él habla de una barbarie legal con nombre de estado de sitio instaurada en la Colombia de los 60 y 70, y escribe en Rebelión de los oficios inútiles que “La anciana avanza en medio de dos soldados que la escoltan a la puerta del edificio, en silencio, con su paso entrecortado por la erisipela”. Él habla de un hombre que lee su periódico en un magnetófono y se marcha a la guerrilla pues ya no hay opciones para cambiar nada por otras vías, y escribe “era de nuevo el comandante central de la guerrilla, me presentaban condolencias a nombre del movimiento por el atentado a las instalaciones del periódico donde lamentablemente había perecido mi hermana Luisa y al mismo tiempo advertían que un plan macabro estaba a punto de perpetrarse contra todos los miembros del Sindicato de Oficios Varios, se me ofrecía ayuda económica y protección y se me reiteraba la invitación para asistir al campamento central de los alzados en armas…”. Él habla de un libro, su libro, en el que tardó más de cinco años, y escribe: “soy periodista, mi oficio es escribir todo lo que vea y como lo vea, todo lo que investigue como lo indiquen las fuentes, y usted no va a cambiar el pasado simplemente porque no le gusta o no le conviene…”.

Él habla de un tiempo que no vivió y escribe sobre ese tiempo y parece un personaje de ese tiempo, con su pelo largo en desorden, sus jeans desteñidos y una camisa de colores ceñida a su flacura. Recuerda que en su pueblo, San Vicente de Chucurí, sólo había una biblioteca y que él se la pasaba allí leyendo y releyendo casi los mismos libros todas las tardes a la salida de la escuela. “Leí a Vargas Llosa, que me encantaba por La tía Julia y el escribidor, y los del boom y a Cabrera Infante, y unas colecciones de libros de Orwell y Camus y otros de Oveja Negra”. Algunos, confesaría, se los llevaba y no los devolvía, como Viaje al fin de la noche, de Céline, y Las palabras, de Sartre. Los otros los leía en la biblioteca, como escondido del mundo y de la vida. En las noches escribía, también escondido. Escribía cuentos y poemas de amores juveniles y un diario que jamás ha abandonado. Él habla y mueve las manos y mira hacia la nada y toma pequeños sorbos de un café al que luego, en su diario, calificará como de escarabajo: “El café que ofrecen en El Espectador sabe a café mexicano, un poco a caldero y otro poco a escarabajo, por lo que hay que ponerle azúcar, pero no le puse”.

Habla y observa, pues, en últimas, escribir es observar, y luego escribe: “Esta historia comienza con el maestro albañil Serafín Meneses Tovar, quien hacia las ocho y treinta de la mañana del primer día del mes de abril de 1970, cuando se encuentra en el parque principal del pueblo junto a su esposa y cuñado, es requerido para una requisa por un grupo de militares…”, y ese es el comienzo de su novela Rebelión de los oficios inútiles, “que en un principio no era el comienzo, ese fue un capítulo que incluí después”. A lo largo de sus páginas se alternan tres personajes, una sindicalista, un soñador aristócrata y un periodista que cuenta lo que ocurrió con ellos y con un proyecto fracasado, y que es otro protagonista, porque a él lo persiguen y a él le ponen una bomba en la casa y matan a su hermana. Sus palabras son un peligro porque lo escrito es tomado como verdad y queda como memoria. Él, Daniel Ferreira, es en parte ese periodista, que también es Jaime Ramírez, y es quien escribe y edita y distribuye su periódico en la ficción, La Gallina Política, que en la realidad fue El Trópico. Él, Daniel Ferreira, es el que escribe Nacimiento y caída de la prensa roja, y quien plasma en una extensa crónica algunos de los sucesos sepultados y olvidados del periodismo en Colombia.

“Tuve acceso a un archivo completo de El Trópico en la hemeroteca de la Universidad Industrial de Santander, en 2004. El cuidador de la colección comentó, cuando solicité el cartapacio: ‘el periódico rojo de San Vicente’. De ese comentario, y de Brecht, tal vez haya salido el título del reportaje. El periódico era una colección donada por Reinaldo Ardila, Ito, un periodista aficionado que corrió idéntica suerte que Jaime Ramírez pero en los años ochenta. Estaba encuadernado en un fólder rojo, deshojándose en una gaveta. En 2008 decidí volver con una cámara a fotografiar artículos completos de sus páginas internas. Hace un mes regresé a sobrefotografiar las portadas y el material gráfico para ilustrar el reportaje, y me enteré de que la hemeroteca ya no existía (al menos no como dependencia de la misma biblioteca). Busqué al coordinador y dijo que ahora se llamaba ‘archivo de historia’ y podría consultar todo su material en el edificio de carreras a distancia, en la misma universidad. Encontré el edificio y el nuevo sótano y al mismo guardián del archivo, más calvo, más lánguido, más viejo, gastado, como yo, por los ácaros. Cuando le pregunté por El Trópico tuvo un repente y preguntó si era estudiante, investigador o activista. Le dije que activista pero que no sabía de qué, y le recordé otros años en que me confundía a mí y a mis compinches con una célula urbana, o con los guardias rojos. Se rió, me dio una palmadita en la espalda y me pasó el mismo cartapacio con una excusa atroz: ‘es que todo el que lo consulta acaba mal; muerto o desaparecido, mi niño’. Toqué madera y desenfundé la cámara”.

Habla de literatura, de la vida, de internet, y hay que imaginárselo contando en diversas entrevistas que su primera novela, La balada de los pistoleros baladíes, relata la historia “de una madre que debe cuidar a un hijo subnormal durante toda su vida. Cuando sabe que ella va a morir antes que el hijo, cuando comprende que su muerte significa que lo va a dejar en el desamparo más absoluto, entonces la anciana decide poner el destino de esa vida en sus propias manos”, y que la segunda, Viaje al interior de una gota de sangre, es sobre un “muro de la infamia pintado en una iglesia por un artista de pueblo. El muro es una denuncia pública de las matanzas que vive la región. Cuando los encapuchados lleguen a masacrar a la población, la historia dibujada se convertirá en la historia del libro. Es un gran fresco del que se extraen a primeros planos las vidas hipotéticas de quienes van a morir en una masacre”.

Ahora habla algún viejo compañero suyo de la universidad, de los tiempos en los que estudiaba lingüística, y recuerda que Ferreira parecía estar siempre inmerso en un mundo muy propio, que escribía y leía, que leía y escribía. Él, Ferreira, habla de Ricardo Piglia y lo cita para explicar su teoría sobre la importancia de escribir para leer mejor. De repente calla, como si volviera atrás, como si por su mente volvieran a aparecer las historias de sus libros, que son las historias de una violencia descarnada de una Colombia absurda en la que todo vale y la vida es lo que menos vale. Plazas sangrientas, ejecuciones al por mayor, masacres, gritos, dolor. Cualquiera es sospechoso y en esas sospechas ya no hay espacio ni tiempo para juicios o leyes. Los juicios son de unos hombres armados que deciden por su propia cuenta quién debe morir, y mueren todos, morimos todos. Como en la escuela, un supuesto comandante lee los nombres de los sospechosos, y los sospechosos dan un paso al frente y luego son ajusticiados por su justicia, que consiste en la delación de cualquiera que da unos nombres, a veces por odio, a veces por miedo, a veces por dinero, y esos nombres son los que aparecen en la lista del comandante. No hay investigaciones. No hay ley. No hay defensa.

Él escribe como con una metralla. Abre heridas y es incesante. Su ritmo es un ritmo de frenesí, porque así parece vivir. Y así habla y así piensa.