Viaje al interior de una gota de sangre, por Juan David Aguilar

Por Juan David Aguilar 
Leer completo en El sesgo del sedal

Una masacre.



La palabra masacre suena a máscara o eso pensaba cuando pequeño.



Ella estaba desnuda en la cama. En esa época fumaba y yo estaba sentado en la silla del escritorio leyendo Viaje al interior de una gota de sangre mientras ella miraba su celular que en la oscuridad le iluminaba parte de su seno izquierdo y la cara.



—¿Has visto morir a alguien? —le pregunté sin girar del todo la silla de escritorio.

Me miró por encima del celular, pensando, lo descubrí en su ojos, en qué era lo que yo estaba leyendo.

—No.



¿Cuántos niños presencian la muerte de alguien? Hasta ese día me había parecido normal mi experiencia. Descubrí que no era tan normal como lo había pensado. ¿Cuáles son las consecuencias de presenciar ese evento del lenguaje?



…los niños que ven morir a alguien, una muerte violenta, se supone, son más propensos a…(alguna vez vi un post de este tipo en facebook)



Seguí leyendo y fumando. El libro Viaje al interior de una gota de sangre inicia un día de fiestas en un pueblo cualquiera de Colombia, huele a fritanga, a frituras, se ven los árboles y el río abajo del pueblo, puedo oler y ver el pueblo, no solo porque desde pequeño he estado en esos lugares sino porque el autor se toma el trabajo de describirlo, de darle lugar a cada detalle que configura el pueblo, pienso en Dogville, la famosa película de Lars Von Trier, no se necesita de paredes para crear un espacio, el espacio lo configuran las acciones y sus personajes que, al final, terminan siendo acciones. ¿Quiénes matan saben con certeza quiénes son sus víctimas? Tal vez, pero las víctimas no saben quienes son sus verdugos, ¿por qué desde siempre los verdugos protegen sus rostros?, porque la muerte no puede poseer el patetismo de un rostro, debe ser cualquiera, debe ser una acción, porque para que se configure un espacio debe haber acciones, no apariencias.

Luego, el autor, como en un carnaval, pasa a contar las historias de aquellas víctimas. Esos muertos también deseaban algo. Una novela debe tener un personaje principal y desarrollarlo a través de la novela en este caso la novela solo tiene una protagonista: la muerte, que a la edad de …. años, todavía sigue creyendo en un pasado (resumen para una clase de universidad, segundo semestre) que no ha podido olvidar, la lucha interna de nuestro personaje para desentrañar las peripecias más intimas en las que cualquier sujeto pueda caer.



(Pregunta para una posible entrevista imaginaria con el señor Ferreira

—¿Le gustan los pimentones?

El señor Ferreira mira la cámara con sus ojos pequeños, entre cerrados.

—No, no me gustan, y acordamos no hablar de mi vida privada)



—¿Has visto morir a alguien?

Ella desde su desnudez me pregunta, pero los dos nos enredamos porque no sabemos si hablamos de un «ver» en la ficción o un «ver» en verdad… como si tal distinción existiera.



—Mi familia fue desplazada por la violencia.



Le cuento la historia de mi familia. Del barrio con nombre de hija de presidente que murió por las balas del Estado.



—Tal vez un niño que ve la muerte pierde cierta capacidad de asombro, como cuando ve, antes de la función, al esconderse y a través de la puerta a medio cerrar,  el lugar donde el mago esconde los conejos.



Su cuerpo ahora aparece en la habitación por la luz de la lámpara que cae sobre ella al levantarme de la silla. Escucho una canción que suena en la casa de enfrente, hoy hay fiesta para ellos. Gritan la canción Señora de Otto Serge.



Leo y fumo junto a la ventana.



Cada muerto tiene su historia, no es lo mismo narrar cómo alguien llega a su muerte, a narrar el después de su muerte ¿qué hay después de la muerte? La memoria de los otros. Porque eso es lo que pasa en esta historia, los personajes ya están muertos cuando empezamos a conocer su historia. Primero fue la masacre como en toda creación. Cierta crónica se evidencia en la prosa que sutilmente se adentra en el análisis de las vidas desde pensamientos que no proceden de los personajes pero que todos sabemos pueden haber sido los suyos o no son los suyos pero hacen que esto sea real, o ni siquiera son reales pero hacen que la prosa sea literatura.

Esto es real porque lo real no es lo que está ocurriendo afuera, lo real es la memoria y no hay memoria sin ficción. Por eso el interés de todo Estado en ella.

Su prosa busca palabras de Santander, su prosa busca palabras, adjetivos, raros, que producen ese efecto de cine olvidado (¿Un cine italiano de los setenta?).

Este pueblo es sangre, este espacio hiede a sangre, sangre que unifica, purifica, todos matan, todos disparan. El deseo de cada uno esconde su propia reconciliación con la muerte.

—Vi como moría —le digo a ella— ese fue mi primer muerto, digo, al primer muerto que vi. Todos tenemos un muerto, un primer muerto de la retina.



La técnica con que se narra el evento es precisa. Logra lo que todo escritor busca: ser verosímil, y es preciso subrayar la poesía que hay en ella, —¿poesía en la medida que hace aparecer la cosa en sí?— «las de los senos más torneados, las de las cinturas menos mórbidas, los muslos más curvos y el pubis apenas sombreado por un vello tierno de alas de mariposa», «Debía ser muy delgada, o era que el vestido de aplicaciones le quedaba demasiado grande para la medida, las medias de florones bordados habían perdido elasticidad y se recogían en sus tobillos sobresalientes por el borde de unos zapatones de charol embarrados, y al beber se le inflamaban los entresijos huesudos de las clavículas como un esqueleto forrado con piel». Este es el arte de esperar la palabra violenta, cada oración posee ritmo, es acorde a su enunciación, a su personaje y revela cada cosa que presenta, violenta porque abre el espacio y disloca lo que se hacía apariencia.

En la fiesta han apagado la música. Varias mujeres gritan en la calle y se escucha el estruendo de una botella contra el asfalto.

Cierro el libro y no sé porque veo de nuevo la mirada del joven que murió en la calle del barrio de mi abuela. En este país no sabemos enterrar los muertos y siento el sabor del polvo de aquellas calles.

Colombia es un país de muertos, de muertos que después de muertos empiezan a construir su historia, una historia que, en todo caso, no es la que fue, sino la que otros quisieron que sea, en todo caso, así es el deseo.

Rebelión de los oficios inútiles por Oscar Daniel Campo

Oscar Daniel Campo, Revista Literariedad

Cada cierto tiempo algunos escritores alegan fastidio temático frente a la proliferación de literatura sobre la violencia. Esto hasta que aparece una novela que le devuelve dignidad estética al asunto. Fue el caso de Los ejércitos, de Evelio Rosero, hace unos años, y, más recientemente, de La rebelión de los oficios inútiles (2014), de Daniel Ferreira, novelas premiadas en el exterior antes de ser leídas y bien acogidas por los lectores en Colombia. ¿Qué hace que estos dos casos destaquen sobre el fondo tumultuoso de libros que tratan literariamente la guerra interna? Entre las muchas cosas posibles para decir, resalto la posición fuerte que estas novelas ofrecen frente a la materia cruda de la que se ocupan y la capacidad de identificar, en el curso corriente de la temática, un potencial narrativo novedoso. La novedad de lo contado se apoya, me parece, en la solidez de la postura.

En el caso de Los ejércitos, justamente la posición fuerte tiene que ver con que el punto de vista predominante, el del profesor Ismael que narra la novela, no está interesado en discernir quiénes, si la guerrilla o los paramilitares, son los ejércitos que se toman el pueblo, lo bombardean, matan y violan a su vecina, desaparecen a su esposa, entre otros desmanes que cambiarán de manera definitiva la dinámica del pueblo. La novela adopta de manera implícita el lado de las víctimas, en concreto, de la víctima llamada Ismael, más interesado en el trasero de su vecina y en la desnudez de su esposa, que en el contenido explícitamente ideológico de la guerra que los circunda y finalmente los devora. Una reseña de David Jiménez en Razón pública se encargó en su momento de mostrar la tensión entre guerra y erotismo construida por la novela. El hallazgo narrativo de Evelio Rosero reside en el contraste entre imágenes idílicas, violentas y sensuales, entre el tiempo interior del personaje (con sus valores propios) y el exterior de los acontecimientos brutales.

No es el caso de Daniel Ferreira con La rebelión. Los argumentos ideológicos hacen parte explícita del material de la novela, se notan en la perspectiva del narrador en tercera persona y a través del discurso de dos personajes principales —la líder de los destechados, Ana Larrota, y Joaquín Borja, fundador y director del periódico La gallina política—. La novela adopta, al igual que Los ejércitos, el punto de vista de las víctimas, en este caso, el punto de vista de los desposeídos, pero, a diferencia de aquella, no se abstiene de participar en la discusión ideológica explícita. Rendición de cuentas de Ana Larrota: “La realidad espiritual depende de la realidad material” (156); “Vivimos en momentos en que a la clase trabajadora la atropellan, la estafan y nos mienten. El paro, las tomas, las protestas y las pedreas que el fiscal llama ‘asonadas’ son formas de lucha cívica que usa el pueblo para expresar las demandas y presionar soluciones. De ninguna manera son delitos. El derecho a la protesta, además de legítimo, me parece necesario” (169). Joaquín, que ha cambiado el periodismo por meterse a la guerrilla, y ahora deja una suerte de testimonio de su vida en un magnetófono: “… un país que masacra de uno en uno para que no se note el genocidio, un pueblo que es un monigote que permanece impávido ante la injusticia, un maniquí que considera a los escuadrones de la muerte como males necesarios, un país de sicofantes, de impostores, de traidores, con artistas y músicos despreciables que actúan como bufones de una clase y hacen las bandas sonoras para acompañar el ruido de fondo de la infamia” (258). O, él mismo Joaquín, cuando registra la multitud iracunda que pide cuentas por el destino de Ana Larrota y, en una coincidencia histórica inesperada, también por el robo de las elecciones presidenciales que gana Misael Pastrana: “Descubrimos que eran los mismos comerciantes quienes salían a disparar contra las vidrieras de la alcaldía y de sus propios almacenes (…) a dañar lo que la turba había dejado intacto”, para justificar después sus decisiones radicales: “esto no puede seguir así, esos no son manifestantes, son guerrilleros vestidos de civil, si el ejército no está dispuesto a hacer nada para defendernos a nosotros, los ciudadanos de bien que contribuimos y pagamos impuestos (…) tomaremos justicia por nuestra propia mano” (191). Difícil no estar de acuerdo con la posición de la novela, con su adopción del lado de los desposeídos, y el relato de la persecución sistemática a la que se ven expuestos. Pero se advierte en esos pasajes que poco sorprende a los lectores contemporáneos, que se torna poco interesante cuando se la saca del contexto de la narración, y en la que, por tanto, no puede agotarse la posición fuerte de la novela. ¿Qué más hay entonces?

La novela se ordena en torno a tres nudos: el enfrentamiento entre los destechados que han invadido los predios del Club Kiwanis y la policía; la grave amenaza que acecha a Ana Larrota en la cárcel y la explosión de una bomba en la casa de Joaquín Rojas, también sede de la La gallina política, en la que muere la hermana de Joaquín, Luisa. Al periódico lo persiguen no solo por simpatizar con la toma de los destechados, sino por proveer una justificación histórica a su lucha. El periódico demuestra que esos terrenos habían sido antes expropiados de forma ilegal por los antepasados de Simón Alemán.  Además de estos nudos, la novela elabora pequeños relatos adicionales que no solo sirven para dilatar las acciones principales, sino que agregan facetas a los personajes, de otro modo dominados por el contenido ideológico explícito de su discurso. Vemos entonces el drama de una Ana Larrota mucho más joven, que ha perdido a su hijo y a su marido; que de niña visita el leprosario donde vive una tía monja, (amanuense de los enfermos que quieren enviar carta a sus familiares). Vemos también la juventud aventurera de un Simón Alemán, en Europa y luego en Estados Unidos, enamorado de una mujer que no le corresponde, y propicio desde entonces al comportamiento obsesivo que explica por adelantado la quiebra, al perseguir el sueño imposible de una urbanización moderna en la cima del pueblo, en los terrenos baldíos ocupados por la multitud que lidera Larrota.

Las vidas de estos personajes, con sus diferentes extracciones sociales y proyectos políticos, se enlazan en un momento clave de la historia reciente, situado en la novela justo en el inicio de la década del setenta. Se trata del momento en que los terratenientes no solo sofistican sus prácticas paramilitares sino que a esta se suma (esto quizá constituya lo tenebroso de lo tenebroso) la aquiescencia de los banqueros y los empresarios en un proceso bastante efectivo de hiperconcentración de la riqueza y disipación de las masas rabiosas que las décadas anteriores habían permitido. La novela de Ferreira descubre un filón épico atractivo en la historia de estas ocupaciones de tierra, de activismo político de base social y compromiso de la prensa escrita. Es el momento de consolidación de los grupos guerrilleros. En ese sentido, la novela recupera la experiencia histórica de creer que un gran cambio era posible en favor de los desposeídos. Pero como en el presente de la escritura y del horizonte del lector los líderes de la protesta han sido asesinados, se cuenta en últimas el fracaso de esa experiencia y el origen de resentimientos de clase que permanecen vigentes.

Tal vez a ese doble fracaso deba la novela su posición fuerte sobre el asunto tratado. Es una posición paradójica. Al momento de fracaso corresponde también cierta derrota de la palabra escrita. No solo en el periplo periodístico de Joaquín, que renuncia a la escritura para siempre (le habla a un magnetófono), desencantado a pesar de ser un apasionado lector de literatura (“¿qué poder puede tener en realidad un puñado de palabras?” (215)), sino en las interpelaciones directas de algunos personajes. Ana Larrota critica la falta de acción (o sea, de activismo) de quienes creen hacer algo desde la orilla del periodismo. Y Simón Alemán, aunque colabora con Joaquín en su investigación, afirma que la manera más fácil de arruinarse es con palabras (149). Lo perdido no es solo la confianza en que un cambio social sea posible, sino el entusiasmo del lenguaje como un revólver cargado, capaz de mostrar caras ocultas de la realidad. Incluso la novela construye una lista de títulos de obras y autores que constituyen un pequeño panteón personal de literatura panfletaria: desde el “poema” a cuatro manos que funciona a manera de epígrafe, un ensamble de versos tomados arbitrariamente de Neruda, Vallejo, Barba Jacob y Joaquín Pasos, hasta Hamburgo en las barricadas, pasando por Maquiavelo, por Léon Bloy en sus diatribas contra literatos, por los existencialistas franceses, por una selección de obras rusas del diecinueve que no son las más famosas, por Swift, por John Reed, por Benito Feijoo, por Marx (más por sus ideas que por su estilo, supongo), entre varios otros. Esas referencias no alcanzan ni siquiera la categoría de dioses muertos, pues dan más bien la impresión de ruinas polvorientas.

Las dos experiencias, la de la palabra como un revólver y la del cambio social, se han disuelto, y la novela expresa una melancolía frente a tales pérdidas. Allí, en esa melancolía, Ferreira ha hecho un hallazgo que definitivamente llama la atención. El texto ha sido escrito con la voluntad rabiosa de la causa justa y desde el principio perdida. Tiene la fuerza suficiente para que creamos, a través de Joaquín, en el poder de la palabra, antes de caer desencantados junto a él, pisoteados todos por la Sociedad de Hierro que forman los comerciantes y terratenientes para perseguir en la ilegalidad a los líderes políticos. La fuerza que mueve la narración de la novela de Daniel Ferreira es la indignación contemporánea por la multitud política aplacada, por la falta de rebelión, que ha sido la gran herencia histórica, no del activismo de los sesenta y setenta, sino de su represión sistemática. No es que no pueda contarse el relato de los vencidos, ni que no haya un compromiso ético allí, sino que sabemos que no va a importar, que la democracia, la buena democracia, puede convivir perfectamente con la injusticia histórica y con el relato de las víctimas, sin que el problema crucial de la concentración de la riqueza sea tocado. Hay una catársis a la inversa: no salimos purificados de la novela, al asistir al horror y vernos expuestos a la compasión por el destino de los personajes, sino que nos dejamos caer en un pozo de desazón, y medimos qué tan inofensiva se ha vuelto la palabra escrita, seguros de que no se tejerá ningún complot para bombardear la casa de Ferreira, ni se le va a exiliar en el futuro inmediato, porque la economía ha aprendido a convertir en entretenimiento, en premios, en venta de libros, en activismo de Facebook, cualquier indignación que nos cause el mundo. (Termino entonces de escribir esto, pensando en empezar la segunda temporada de Narcos en Netflix).